Lo carcelario, los/as catalogadas de “delincuentes” y denominados/as “presos” han sido objeto de la discusión pública. Y han sido convocados al debate de un supuesto proyecto de ley sobre el ejercicio de su derecho a sufragio.
Derecho constitucional que está garantizado para toda persona que estando privada de libertad no esté acusada por delito que merezca pena aflictiva, es decir, cuya pena supere los tres años, o por delito que la ley califique como conducta terrorista (art. 16 n.2).
El reconocimiento del derecho a voto para estos/as ciudadanos/as y los esfuerzos por su implementación habrían sido promovidos por la ministra de Justicia, Patricia Pérez, con el apoyo de Lorena Fríes, directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos.
Salvo excepciones-como la refutación del diputado Nicolás Monckeberg- las reacciones en el ámbito político-partidista no han sido muy divergentes. Y, a decir verdad, la posición política asumida por la candidata oficialista a la presidencia, no llama para nada la atención.
Los presos –dice la candidata- están presos porque cometieron delitos, tenemos que preocuparnos de ellos, tenemos que preocuparnos de rehabilitarlos, de que tengan posibilidades en el futuro, pero de ahí a llevarles urnas para que voten, realmente me parece que estamos yendo demasiado lejos, y me parece que de alguna manera esto no conecta con lo que la gente pide, que es mucha mayor seguridad y protección a las víctimas (fuente: Cooperativa).
Pero seamos sensatos. La reflexión aquí esbozada supera con creces el campo ideológico de la candidata y de su jefe de campaña que con tanto ardor salió en su defensa. Quizás podría uno aventurar que opiniones como éstas representan a un número para nada despreciable de ciudadanos/as. Aquellas operan como una especie de trastienda del “sentido común”.Pertenecen a esas convicciones “generalizadas” que, en cuanto tales, las eximimos (¿casi sin darnos cuenta?) del escrutinio público. Detengámonos en ellas.
La primera de las aseveraciones es, tal vez, aquella que más se da por sentada, quienes están privados/as de libertad, lo están en razón de los actos delictuales que han cometido. Sin embargo, dicha convicción no está por ello exenta de problemas.Desconozco el índice estadístico de la cantidad de personas que han sido condenadas a prisión siendo inocentes del cargo que se les imputa.
Tampoco dispongo de los indicadores que muestren el número de personas que, habiendo sido sometidas a prisión preventiva, al finalizar la investigación, son puestas en libertad en razón de su inocencia. En ambos casos, esta premisa no se cumple.
En estas situaciones se da el caso de que hay personas que van a prisión no porque cumplieron un determinado acto delictivo sino por otras razones como error judicial, prisión preventiva innecesaria, confusión de identidad del detenido, negligencia en la defensa jurídica del imputado, etcétera.
Pero, supongamos que el “sentido común” tiene razón. Creamos –como probablemente diría cualquier persona que concuerde con el- que las estadísticas de estos escenarios son tan mínimas que ni siquiera vale la pena traerlas a colación. Con todo, incluso así, esa argumentación incurriría en una falta política grave.
El “sentido común” yerra por omisión. Y lo hace toda vez que olvida preguntarse por qué se delinque, cuando se delinque, cuáles son las razones sociológicas más aceptables que explican el acto delictual en las 46.138 personas (fuente “La Tercera”) que, estando privadas de libertad, suponemos que han delinquido.
Este tipo de convicciones tan extendidas inhibe la pregunta por el origen del delito y, entonces, no tiene cómo indagar su razón de ser. Y como evita “ir demasiado lejos”, entonces, excluye de pasada otro interrogante determinante ¿existe, acaso, una relación empíricamente verificable entre delito y posición social?
Y es que de hacerlo, tal vez encontraríamos que la privación de libertad es una “obra casi exclusiva de una determinada clase social” (M. Foucault); que aquellos que han sido repudiados por otro personero oficialista bajo el apelativo de “delincuentes” “salen ahora casi todos, de la última fila del orden social” (Ch. Comte); que la mayoría de los/as ciudadanos/as que solemos catalogar de “presos” “provienen de las bases de nuestra sociedad supuestamente democrática.
De ser así la pregunta cae por su propio peso: ¿Cuál es el vínculo entre exclusión social y exclusión política institucionalizada modelada bajo el régimen carcelario? ¿Cuál es la función social que cumple la prisión a este respecto?
Como Uds. comprenderán, poco importa a estas alturas una aproximación jurídica a estas declaraciones.
Al “sentido común” no parece interesarle que las personas que se encuentran detenidas en prisión preventiva gocen del derecho a sufragio, mientras no exista a su respecto una sentencia definitiva ejecutoriada que las haya privado de semejante derecho o hayan sido acusadas de un delito que merece pena aflictiva (mayor a tres años) o por delito que la ley califique como conducta terrorista.
No parece importarle que a todos/as aquellos/as detenidos/as acusados/as por delitos que no merecen pena aflictiva, se les prive arbitrariamente de ejercer sus derechos políticos, en particular su derecho constitucional a sufragio (art. 16 n.2).
Mucho menos se preocupa al ver que esta privación del derecho a sufragio podría estar infringiendo la igualdad ante la ley consagrada por la misma Constitución en su art. 19 N° 2, toda vez que señala que “ni la ley ni autoridad alguna podrán establecer diferencias arbitrarias”.Pero esto, como digo, poco importa al “sentido común”.
Además, aunque no se sabe muy bien por qué han delinquido quienes están privados/as de libertad, el “sentido común” y sus partidarios dicen preocuparse por su rehabilitación. Pero, claro, no especifican qué entienden por tal.
Y es que se comete aquí otra omisión: no se define cuál sería la rehabilitación que les preocupa realizar. Por de pronto, sólo sabemos que esta tarea tiene que ver con “las posibilidades en el futuro” de estos/as ciudadanos/as. El problema es que la indefinición en esta materia invisibiliza –quiéranlo o no- la posición política que se asume frente al régimen carcelario hoy día imperante.
¿En qué medida es razonable pensar que los dispositivos de aislamiento, encierro, separación y confinamiento propios de la prisión son en los hechos, un método de “rehabilitación” de los/as ciudadanos/as confinados a ellos?
¿Cómo es que se pretende “reinsertar” a la sociedad si los mecanismos carcelarios consisten precisamente en lo contrario?
De hecho, la rehabilitación que parece preocuparles no resulta en lo más mínimo incompatible con la privación del ejercicio del derecho a sufragio de los/as 13.527 afectados/as por la iniciativa legal. Porque, de hacerlo, estaríamos “yendo demasiado lejos”. “Ir demasiado lejos” sería oponerse a la “mayor seguridad” y “protección a las víctimas que la gente pide”.
Sin embargo, qué gente es la que pide “mayor seguridad y protección a la víctimas”, no queda para nada claro. Tampoco se especifica el tipo de seguridad y protección al que se apela ni, mucho menos, cuáles y quiénes son las víctimas que pretenden defender.
Pero, ¿cómo es que se pretende “rehabilitar” a quienes padecen la privación de libertad si lo que se hace es, por el contrario, estar a favor del aislamiento, la separación y la exclusión de estos/as ciudadanos/as del proceso de formación de la voluntad política que se ejerce mediante el sufragio?
Frente al proyecto de ley señalado, el “sentido común” y sus partidarios (entre los cuales parece estar la candidata de la Alianza) asumen una postura ético-política que incurre en el mismo problema del sistema carcelario: bajo el disfraz de “rehabilitación” y “reinserción social” apoyan y legitiman mecanismos violentos (simbólicos y/o físicos) de reclusión, separación y exclusión.
Dispositivos que, por el contrario a lo que dicen perseguir, siguen produciendo más y más exclusión. Quizás las “víctimas” del delito que tanto preocupan son precisamente quienes cuya exclusión política han insistido en mantener.