Yo no lo conocí a Héctor, el muy Honorable diputado de la nación.
Sin embargo su biografía, precaria y escueta, me interesó vivamente, puesto que fue seminarista (de ahí viene supongo, su sobrenombre del “Sotana Valenzuela”) experto en Derecho Canónico, diputado DC por el antiguo primer distrito, presidente de la Cámara por los años 1967 y 1968 y polemista destacado contra la izquierda marxista de aquellos años.
Entonces, ¿por qué digo que me interesó vivamente su historia? O más claro aún ¿por qué podría interesarle a otros algo tan obvio como un político cristiano, por tanto hoy políticamente incorrecto, previsible en su ideología y en su acción política, hombre de fe, padre de familia de varios hijos, abogado, no marxista, partidario de la Reforma Agraria, de la Promoción popular, de la Revolución en Libertad, lector de Encíclicas, de Maritain, de Mounier, de Lacroix, de León Bloy, etc.?
Todo un estereotipo del político cristiano de su época. Hoy demodé, pues no se estila creer mucho en Dios.
Obviamente, esto no es novedad para nadie y no merece probablemente un suelto de crónica en un diario mercurial y tal vez tampoco, en este blog que alguno desganadamente pudiera leer, para castigo de sus pecados.
El asunto es que vale la pena desenterrar a Héctor, pues a pesar de su polémica siempre apasionada en contra de la UP de aquellos años, en la hora inexorable de la verdad, nos mostró a muchos el camino del Buen Samaritano, la dura senda de la consecuencia, pues dejando todo hasta arriesgar la vida y la seguridad de la familia, formó como otros abogados el cuadro de honor de la nación.
Fue un decidido jurista, defensor de militantes de izquierda, aquellos que marchaban en total oscuridad por la ruta infernal de la tortura y de la muerte, antiguos adversarios, ante cobardes jueces militares y tribunales fantasmas de la peor de las dictaduras que ha vivido este país.
En algunos procesos militares, avalados por supremos magistrados espurios y prevaricadores, en los que , por norma general , no se aceptaba ningún recurso de amparo, a Héctor Valenzuela y otros insignes abogados de manos limpias y corazón ardiente, solo se les otorgaba un par de horas para defender a esos acusados del infame paredón , que inexorablemente los condenaba a la pena máxima , sin compasión posible en circunstancias que en conformidad a todas las leyes vigentes de esta República, no habían cometido delito alguno.
¡Qué angustias, qué suplicios, qué impotencia para un jurista y un hombre de radical fe cristiana, tienen que haber significado estas antesalas frías, estas esperas inmisericordes ante los cuadrados rostros de la cobardía y la prepotencia, autoproclamados jueces del nuevo Estado totalitario que se nos venía encima!
Héctor Valenzuela Valderrama murió joven, a los 55 años, en febrero de 1978.
No conozco la causa de su muerte. Sin embargo me atrevo a decir que tales hombres apasionados, consecuentes, suelen también morir por el amor a sus semejantes.
Aman entrañablemente a su familia, pero también han dejado el duro testimonio de su amor a los otros, aunque fueran, otrora, sus adversarios.
En esta hora del olvido de los hombres de honor que apuntalaron esta nación, vaya nuestra admiración y recuerdo por este republicano ejemplar, hombre de fe, consecuente abogado de derechos humanos, cuyo testimonio trascendente , hoy anónimo, no debe ser olvidado por este pueblo inundado de farándula y obsesión por La Insoportable levedad del ser( Milan Kundera).