Pablo Athanasiú Laschan, hijo de los chilenos militantes del MIR Ángel Athanasiú y Frida Laschan ha reencontrado su identidad biológica gracias a la incansable labor de la Abuelas de Plaza de Mayo, que con este caso suman 109 nietos que se encontraban secuestrados y que han podido conocer la verdad sobre su identidad y volver al seno de sus familias.
El matrimonio chileno fue secuestrado en Argentina el 15 de abril de 1976, junto a su hijo, un niño con apenas cinco meses de vida, durante un operativo de las fuerzas de seguridad en el hotel donde vivían. Hasta el día de hoy, como otros miles, siguen desaparecidos.
Jorge Rafael Videla, quien encabezara los primeros y más duros años de la dictadura en Argentina en el libro Disposición Final, reconoce con fría y cínica determinación la práctica del secuestro y desaparición de militantes de izquierda y sus cercanos, como una necesidad que imponía “el proceso”.
Sostiene que debían ser eliminados entre 8 y 10 mil personas en un plazo breve. A su juicio, la práctica de hacer desaparecer era necesaria ya que les resultaba imposible sostener políticamente juicios y fusilamientos contra ese número de personas. Recuerda con tristeza lo que le costó a un Franco agónico el fusilamiento de tres militantes de ETA.
Los cientos de niños secuestrados no formaban parte del plan original, pero se encontraron con ese valioso “botín de guerra” y decidieron comprar lealtades y pagar favores con ellos.
Lo que ocurre después con cada niño o niña robada es otra historia. Es probable que en muchos casos –a pesar de descansar sobre un espantoso secreto- se hayan creado vínculos filiales entre padres adoptivos e hijos secuestrados.
Pero algo anómalo ocurre en aquella relación basada en la mentira, que lleva a muchos a preguntarse si acaso no ha sido víctima de esa política siniestra y, consecuentemente con aquello, acercarse a las Abuelas de Plaza de Mayo para encarar la verdad.
Ha sido probablemente el caso de Pablo Athanasiú. Deberá enfrentar un proceso ciertamente doloroso, pero es evidente que quien ha llegado hasta donde él lo ha hecho, tiene el valor para hacerlo.
Chile tiene que abrirle sus puertas para que recobre todos sus derechos como ciudadano, de modo que el reconocimiento de su identidad sea completa. Es lo mínimo que el Estado chileno puede ofrecerle, después de décadas de abandono.