Los eventos políticos de los últimos meses –y también la historia política de las últimas décadas, pienso- indican que la política chilena se caracteriza, entre otros aspectos, por tender a convertirse en un juego en que los contendientes, todos, se niegan, unos a otros, la sal y el agua, se acusan mutuamente de incurrir en ello, y la suma puede terminar siendo cero.
Suma cero, porque nadie en realidad gana, y el gobierno, en el sentido de gobernanza del país, pierde.
Las últimas encuestas de opinión muestran, sin dejar lugar a dudas, que todos los partidos, las instituciones políticas, las coaliciones, las personalidades políticas, el Gobierno, la Oposición, la actividad política misma, han ido llegando a sus más bajos niveles de aprobación y aprecio por parte de la ciudadanía.
Parece ser que no tienen ni la adhesión, ni la simpatía, ni la confianza de las personas. De la gran mayoría de ellas.
¿Será que nuestras instituciones, políticos, partidos, etcétera, son ineptos?
¿Será que los chilenos ya no quieren la democracia como régimen político para enfrentar y resolver los asuntos relativos al acceso y ejercicio del poder?
¿Será que la democracia que tenemos –que no es perfecta porque la democracia no es perfecta sino perfectible- les parece un mal sistema político?
¿Será una simple desafección por los políticos que siempre parecen ser los mismos y que ello rebota hacia los demás aspectos mencionados?
Puede ser. Los temas más profundos de la actual cultura política chilena han tendido a ser ignorados en los estudios de opinión pública más recientes.
Ellos se concentran más bien en las preferencias por eventuales candidatos, porcentajes de aprobación que obtienen los partidos y las coaliciones, la percepción del Gobierno y de la Oposición, etcétera. Todos asuntos puntuales que no permiten percibir con claridad las razones más profundas de tan alto grado de desafección por los políticos y la política.
Desde el punto de vista de los políticos, que juegan un juego muy real y brutal, de lucha en torno al poder, de cómo ganarlo para sí mismos, es comprensible que no se den tregua (es “sin llorar”, dicen todos, sin pestañear).
Están en un juego en que básicamente se trata de “quítate tú, para ponerme yo” y “me quedo yo, quítate tú”.
Y este juego además no se juega solamente entre los partidos y las coaliciones, el Gobierno y la Oposición, sino también al interior de los grupos, entre los dirigentes de los partidos, entre los militantes con aspiraciones de liderazgo.
Desde el punto de vista de la sociedad chilena, las percepciones encontradas no ocurren simplemente porque los chilenos tengamos mala voluntad o seamos malas personas. La sociedad chilena es, ha sido y probablemente seguirá siendo altamente conflictiva, en todos los ámbitos, no solo el político.
O quizás mejor expresado, existen entre nosotros muy bajos niveles de consenso y muy altos niveles de conflicto. Vivimos insertos en una sociedad en que los intereses económicos, laborales, educacionales, sindicales, empresariales, sociales, políticos, éticos, tienden al conflicto, no al consenso. Si hasta las denominadas Alianzas estratégicas duran poco y terminan por quebrarse.
Si la cosas son de la manera antes descrita o tienden a serlo, la pregunta que surge es cómo encontrar un lugar que tenga capacidad de reflexión y de expresión legítima o legitimable de algo que sea como un mínimo básico de bien común o de bien para todos o casi todos, reconocible y aceptable por una mayoría sustantiva.
La respuesta obvia es la Universidad. Pero la Universidad chilena está dedicada a los asuntos científico-técnicos y a resolver sus problemas financieros más que a los humanísticos y además, en el área de las ciencias sociales –economía, sociología, ciencia política, por ejemplo- la tendencia ha sido a ser cotos de los perdedores en política.
En pocas palabras, en Chile el botín de los ganadores en política es el Gobierno; el botín de los perdedores, la Universidad.
Una alternativa la constituye los Centros de Estudios. Pero aquí aparece esa otra tendencia cultural de la política chilena, la del tribalismo, esto es, cada tribu política tiene su propio centro de estudios y así cada uno y todos ellos pierden cualquier atisbo o capacidad de reflexión que sea legítima o legitimable ante la mayoría de la población.
Se trata entonces de un dilema de no fácil resolución, que no pretendo ni por una fracción de segundo resolver en estas líneas.
Sin embargo, considero que la existencia de redes sociales y de espacios informáticos, como este de Cooperativa, permiten atisbar, al menos en principio, un espacio de expresión libre, reflexiva, sin constreñimientos ni limitaciones del orden que sean.
Lo cual por cierto, es un deber agradecer, y así lo hago con todo gusto en esta mi primera columna de opinión en Cooperativa, que espero no sea la última.