El Partido Comunista ha resuelto apoyar a Michelle Bachelet en las primarias opositoras. Parece lo más razonable, considerando que previamente había resuelto no gestar en esta ocasión una candidatura amplia de izquierda, como las que encabezaron con brillo Jorge Arrate y Tomás Hirsch en las elecciones anteriores. Sin duda, la decisión tiene muchos aspectos positivos, pero puede y debe complementarse levantando con fuerza el proyecto de la izquierda desde el movimiento social.
El asunto tiene su lógica. Como dice en su tono cazurro el legendario dirigente estudiantil Alejandro Yáñez, que no tiene un pelo de leso y sabe de estas cosas, considerando el abrumador respaldo que ella tiene en la población ¿para qué correr el riesgo de dar la falsa impresión de que somos muy pocos? Por otro lado, ya que la vamos a terminar apoyando de todos modos, a lo mejor a Doña Michelle le gusta más que lo hagamos “al tiro.”
Adicionalmente, puede ayudar en las indispensables negociaciones requeridas para romper la exclusión parlamentaria bajo el binominal.
Sin embargo, el no llevar candidato tiene el problema que el programa de la izquierda va a quedar desperfilado en el de Bachelet, que inevitablemente será bastante moderado.
Eso es especialmente grave en condiciones como las actuales, en que la política ya no discurre “en la medida de lo posible” impuesta por un país en calma chicha. Por el contrario, ahora la política es el arte de conducir un movimiento de masas claramente en curso ascendente para lo cual la condición principal, como se sabe, es levantar un programa avanzado, que recoja los sueños y anhelos de la ciudadanía y aborde con una visión nacional, los grandes problemas que motivan la movilización general en primer lugar.
Eso lo harán en parte la candidatura del Partido Radical, encabezada por José Antonio Gómez en las primarias y la del Partido Humanista, que encabeza Marcel Claude, en la primera vuelta presidencial.
A condición, por cierto, que se dediquen a levantar el programa de la izquierda y no caigan en la trampa de centrar sus fuegos en la candidatura de centro-izquierda, que es el triste papel que la derecha endilgó a ME-O en la elección anterior, donde le dio más cobertura que a sus propios candidatos.
Incluso en esta vuelta, puede ser que el propio Henriqez-Ominami haya madurado de su auto asignada condición de niño terrible, y levante con fuerza asimismo algunos puntos del programa de la izquierda.
Todo eso sería muy positivo, pero no es suficiente para lo que hoy resulta indispensable: que el programa de la izquierda sea levantado con mucha fuerza y se ponga en el centro del debate electoral. Eso sólo lo puede hacer el movimiento social, irrumpiendo directamente en la campaña con sus demandas y soluciones de verdad.
Para ello, parece conveniente hacer una distinción entre el proyecto de la izquierda y el programa de Bachelet.
El primero aborda los principales problemas nacionales de hoy con soluciones realistas de evidente interés general y a estas alturas cuenta con un consenso abrumador en la población.
El segundo se reduce en realidad a un solo punto: abrir paso a una nueva constitución democrática que haga posible que los grandes cambios que son ineludibles, cursen por nuevas vías institucionales.
Todo el mundo sabe lo que hay que hacer: corregir las grandes distorsiones legadas por el extremista modelo neoliberal de Pinochet, morigerado pero no modificado durante la transición.
Hay que restablecer el rol del Estado en todos los ámbitos, en el nivel adecuado que ejerce en todos los países modernos. Eso significa, entre otras cosas, reconstruir los grandes sistemas públicos de educación, salud, previsión y transporte.
La madre de todas las reformas, sin embargo, consiste en renacionalizar los recursos naturales, para recuperar la renta de los mismos y reorientar el modelo de desarrollo económico hacia la generación de valor agregado mediante el trabajo de chilenos y chilenas en todo tipo de industrias productivas de bienes y servicios y en primer lugar, las de insumos y refinación de la minería, reorientando además la inserción internacional del país hacia adentro de una América Latina crecientemente integrada y con pleno respeto del medio ambiente.
Sin embargo, nada de eso es posible dentro del actual ordenamiento institucional, que otorga poder de veto a una elite segregada y hegemonizada por aquellos que se han apropiado de los recursos naturales que nos pertenecen a todos y viven de su renta y no del trabajo productivo de la ciudadanía y determinan las políticas del Estado.
Es por este motivo que el programa del próximo gobierno se reduce en esencia a un solo punto: cambiar la constitución.
Ello no es posible dentro del actual ordenamiento institucional, por lo cual debe ser forzado mediante la más amplia movilización social -que hoy día es posible y crece día a día -, pero conducida por una fuerza política decidida a hacer dicho cambio, que abre paso a todos los demás.
Eso es lo único que hay que demandar a Bachelet: que en su segundo mandato a diferencia del primero, no se dedique a administrar este modelo, sino que realice el cambio constitucional que abre paso a su modificación.
La futura Presidenta debe dejar en claro su decisión de ponerse firme en este punto, ¡Acá no cabe levantar las manos al cielo con impotencia en un nuevo “acuerdo nacional” que deje todo igual o peor!
Sin embargo, no se la puede dejar sola. Es indispensable que se eleve todavía más alto, una inmensa ola de movilización ciudadana que exija los cambios constitucionales indispensables para abrir paso al cambio del modelo.
El programa del próximo gobierno se escribe y aplica desde la calle y desde el parlamento y la Moneda.