La agenda contra la desigualdad, si bien ha sido impuesta por los movimientos sociales en recientes años y especialmente por la sostenida movilización estudiantil, no es nueva. Lo nuevo es que ya no hay forma de impedir su discusión y que el veto que siempre ejerció la derecha ha sido superado por la fuerza de los hechos.
Y ella logra imponerse a pesar de que el clásico discurso conservador reaparece. En el caso de Golborne, adhiriendo a la meliflua igualdad de oportunidades y presentándose como exponente de la meritocracia, no hace sino demostrar que su situación excepcional confirma la regla que probablemente viven los vecinos de Maipú con los que en su niñez compartió la pelota.
En el caso de Allamand, con el tono que lo caracteriza desde que el desalojo se convirtió en su credo político, criticando las propuestas progresistas a las que tilda de igualitaristas y atribuyéndole a la lucha por la igualdad algo así como un equivalente a la búsqueda de homogeneidad. Sin entender para nada que la aspiración de igualdad nace, precisamente, del reconocimiento de la diversidad social y de lo que se trata es que tales diversidades no sean obstáculo para tener garantizados iguales derechos y el mismo trato justo en la sociedad.
Cabe preguntarse por qué, a pesar de que la desigualdad nos ha acompañado estructuralmente como sociedad y pese al renacer conservador de una derecha temerosa de las implicancias de una agenda por la igualdad, ésta logra imponerse por una presión social que exige respuestas.
Mientras las bases de la desigualdad se mantenían inalteradas, los gobiernos de centroizquierda hicieron notorios esfuerzos por mitigar esta situación a través de las políticas sociales, mejorando el impacto distributivo del gasto social, así como a través de una nutrida agenda legislativa de carácter sociocultural.
Respecto de las políticas sociales, tomemos como ejemplo el último año del gobierno de Bachelet. En el 2009, en el peor momento de la crisis económica internacional, el impacto de los subsidios monetarios, así como de las prestaciones públicas en educación y salud, lograron reducir a la mitad las brechas de ingresos entre el 10% más pobre y el 10% más rico en nuestro país, el más alto impacto distributivo desde el inicio de la democracia (dato que cualquiera puede consultar en el informe sobre Impacto Distributivo del Gasto Social 2009, publicado por el ministerio de Desarrollo Social durante este gobierno).
También se habían logrado en tales gobiernos algunos otros avances de carácter legislativo, como la ley que igualó la situación de los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio; la Ley Indígena; le reforma de salud con derechos garantizados; la obligatoriedad de 12 años de escolaridad garantizando el derecho a educación básica y media; la norma que garantiza la escolaridad de las estudiantes embarazadas; la penalización de la violencia familiar y del acoso sexual; la ley que castiga el maltrato hacia los adultos mayores y la que garantiza una Pensión Básica Solidaria universal; el proyecto de ley antidiscriminación ingresado en 2008 al parlamento y que terminó siendo aprobado recién en este gobierno con el nombre de Ley Zamudio; la ley de igualdad de oportunidades y no discriminación de las personas con discapacidad; la ratificación del Convenio 169 de la OIT sobre derechos indígenas; la ley de protección integral de la infancia Chile Crece Contigo; la ley de igualdad salarial de género.
Todas estas iniciativas fueron parte del elenco legislativo que promovió la centroizquierda para avanzar hacia una sociedad con derechos garantizados.
No obstante estos esfuerzos previos, hasta el momento los resultados son tímidos y lentos, con escasas expectativas de cambio en las vidas de las actuales generaciones, si las tendencias se mantienen inalteradas con las mismas políticas. Y esa opción es la que ha desechado la ciudadanía, porque las expectativas generadas se han traducido en posteriores frustraciones.
Así como la realidad objetiva de la desigualdad muestra lentos y poco profundos avances, en cambio la realidad subjetiva hacia las desigualdades es la que ha dado un salto. Con el avance legislativo en materias antidiscriminatorias y de garantías en derechos sociales, se ha provocado una “desnaturalización” de la desigualdad.
Ya nadie, o muy pocos, se atreven a sostener abiertamente que los pobres son flojos, las mujeres emocionales, los indígenas primitivos, los homosexuales enfermos o, a la inversa, que los ricos son laboriosos, los hombres racionales, los huincas inteligentes y los heterosexuales sanos.
Como nunca antes, para la mayor parte de la ciudadanía se hace evidente que la desigualdad no es parte de la naturaleza humana, sino el resultado de un arreglo político que posibilita relaciones sociales y económicas asimétricas. En suma, que existe una desigual distribución del poder económico, social y político que no se explica en los esfuerzos, capacidades y voluntades de las personas.
Haber desnaturalizado la desigualdad es el avance más significativo de los gobiernos de centroizquierda y un próximo gobierno deberá descansar en esa fortaleza para pasar a la ofensiva con iniciativas integrales y efectivas de igualdad.