La propuesta de elegir una Asamblea Constituyente tiene la apariencia de ser una solución definitiva a las controversias sobre la Constitución, pero si se pone atención a lo que dicen sus impulsores, no pasa de ser una consigna vistosa, que provoca muchas dudas y puede terminar favoreciendo las posturas más conservadoras respecto de las reformas políticas pendientes.
No está en discusión el principio de que, en determinadas circunstancias, es legítimo convocar al poder constituyente para poner las bases de un nuevo Estado de Derecho y elaborar una Constitución que sintetice sus fundamentos. Pero no estamos discutiendo de teoría política, sino de política real en un país concreto, el nuestro. Se trata de definir una vía para mejorar la democracia en Chile, no para meterla en un atolladero.
En las últimas décadas, ha habido varias experiencias de Asamblea Constituyente en América Latina, las más recientes las de Argentina en 1993, Venezuela en 1999, Bolivia en 2006 y Ecuador en 2010, pero ellas sólo sirven de referencia. Respecto de sus resultados, en varios casos han sido deplorables, pues abonaron el terreno para el autoritarismo y el populismo, como queda demostrado con las artimañas usadas por algunos gobernantes para adaptar la Constitución a sus conveniencias, en primer lugar mantenerse en el poder.
Tenemos el deber de formular propuestas viables, con plazos concretos, que permitan resolver los problemas, no agravarlos. Precisamente por ello, no sirve proponer el objetivo de convocar a una asamblea que cada cual puede interpretar a su manera. Por ejemplo, los grupos anarquistas y ultraizquierdistas la asocian desde el año pasado a la instalación de una especie de “asamblea popular” que inicie la refundación revolucionaria del país. Ni más ni menos.
Chile necesita una Constitución que cumpla con las exigencias de una democracia moderna. El texto actual no las cumple pese a las numerosas reformas introducidas desde 1989 hasta hoy, las más relevantes de las cuales se concretaron en 2005. Su mayor defecto es el requisito de las súper mayorías para reformarla, el que opera también para las leyes orgánicas constitucionales, una de las cuales es la de votaciones y escrutinios que consagra el sistema electoral binominal.
La reforma clave es, precisamente, reemplazar el binominal por un sistema proporcional corregido, que asegure una adecuada correspondencia entre los votos que se obtienen y los cargos que se eligen. Sin esa reforma, se vuelve estéril cualquier esfuerzo por perfeccionar el régimen democrático y, en particular, restablecer la autoridad del Congreso Nacional.
En enero de este año, 63 diputados de 120 y 24 senadores de 38 se pronunciaron a favor de cambiar el binominal y efectuar del redistritaje necesario para que la reforma sea viable. Sin embargo, esa mayoría no basta. Se necesitan dos tercios de los parlamentarios en ejercicio, o sea 25 senadores y 80 diputados, quórum que sólo puede alcanzarse si a los votos de la Concertación y del resto de la oposición se suma una parte de los parlamentarios de derecha.
Frente a un cuadro como este, lo peor es crear un espejismo de solución, como es la asamblea, que finalmente dispersa los esfuerzos que deben concentrarse en crear un amplio movimiento ciudadano a favor de las reformas políticas que están maduras.
Son muy profundos los recelos que despierta la política partidista entre los chilenos.Están a la vista los estragos causados por la demagogia, el personalismo y el electoralismo.Ello se confirma cada día al escuchar a ciertos parlamentarios para los cuales su mayor y casi única preocupación es su propia carrera por el poder.Pues bien, no estamos obligados a seguirlos.
Un senador que dejará de serlo y que ya lanzó su candidatura presidencial ha propuesto que en noviembre del próximo año se instale una “cuarta urna” (además de las destinadas a los votos para Presidente, senadores y diputados), con el fin de que los electores se pronuncien a favor o en contra de la Asamblea Constituyente.¿Y qué vendría después? No se conocen los detalles.
¿Quiénes resolverían instalar legalmente la cuarta urna? Se supone que sólo puede hacerlo el Ejecutivo y el Congreso Nacional. Suponiendo que la cuarta urna se instale sin problemas y que arroje un resultado ampliamente favorable a la propuesta de convocar a una Asamblea, se necesitaría una ley que especifique sus facultades, su forma de funcionar y, cómo no, el reglamento para elegir a sus miembros. Y las leyes las hacen el Congreso y el Ejecutivo.
¿Los miembros de la Asamblea se elegirían en 2014, o sea en el primer año del nuevo gobierno? ¿Mediante el sistema binominal u otro? ¿Durante cuánto tiempo funcionaría la Asamblea?
Es inevitable ponerse en el escenario de que, en un determinado momento, Chile tenga dos parlamentos, salvo que el Congreso entre en receso mientras funciona la Asamblea. Y podría ocurrir que la Asamblea acuerde modificar la composición y las atribuciones del Congreso, frente a lo cual no sabemos cómo reaccionarían los senadores y diputados.
¿Qué clima político se crearía en el país con la hipotética elección de la Asamblea y su también hipotético funcionamiento? ¿Cómo se percibiría la estabilidad institucional de Chile en el exterior?
Los proyectos voluntaristas suelen chocar con la realidad. Y este es el caso.
No nos enredemos con ficciones. El país necesita un camino realista para efectuar las reformas políticas que hasta hoy ha bloqueado la derecha. Lo primero es terminar con el binominal, para lo cual se requiere, de una u otra manera, un acuerdo del conjunto de las fuerzas políticas. Con un nuevo sistema electoral, el Congreso reforzaría su legitimidad y podría abordar directamente las demás reformas.
Es indispensable un nuevo acuerdo constitucional que dé mayor solidez al régimen democrático. Si fijamos reglas compartidas por todos, saldrá ganando el país. La Moneda debe comprometerse con esa perspectiva.
Si nos importa que Chile progrese sobre bases firmes, hay que articular los cambios y la estabilidad. Parece obvio decirlo, pero las reformas políticas, sociales y económicas tienen que hacerse con el país en marcha, y deben concitar la adhesión de la mayoría. En consecuencia, la cuestión de la gobernabilidad es absolutamente esencial.