La destitución de Lugo ha sido rápida y sorpresiva. Tal vez demasiado rápida, y por lo mismo ha originado una ola de solidaridad sin precedentes en Latinoamérica.
Algunos Presidentes no reconocerán al nuevo gobernante, otros quieren expulsar a Paraguay de los organismos regionales. Los Cancilleres presentes en Asunción por UNASUR han asistido a unos hechos consumados, sin que su presencia tuviera alguna influencia en el desarrollo de los mismos.
La Constitución de ese país admite la destitución del Presidente, de acuerdo a un procedimiento reglado que incluye a los diputados como acusadores y a los senadores como jueces. El propio Lugo ha aceptado la situación después de haber declarado que estaba sufriendo un golpe exprés.
Todo se desencadenó por una ocupación de tierras por parte de los campesinos agrupados en la Liga Nacional de Carperos. Pero algo salió mal. Tanto que ha tenido como resultado once campesinos y seis policías muertos. Las tierras están en disputa en los Tribunales para saber si son del Estado o de un particular. Los campesinos acusaban al terrateniente de obtener los terrenos de la última dictadura militar en forma ilegal y corrupta.
El presidente Lugo tomó cartas en el asunto y destituyó al ministro del Interior. En su lugar puso a un funcionario allegado al Partido Colorado, el partido de derecha mayoritario en el Congreso y su enemigo histórico. Esto habría provocado la ruptura con el Partido Liberal Auténtico, los aliados políticos con los que compartía el gobierno. Es que el presidente ya no escuchaba a nadie, han destacado los liberales al pasarse a la oposición.
Y Lugo se quedó solo.
Lugo, un ex –obispo católico vinculado a la izquierda de su país, había hecho noticia en la prensa no tanto por sus avances progresistas en un país profundamente conservador, sino por los hijos que se le atribuían durante el ejercicio de su obispado. Su propio gobierno era un complejo cuadro de personeros representantes de casi todos los sectores del país.
Los medios han destacado que en agricultura las políticas eran neoliberales mientras que los asuntos ambientales eran manejados por una izquierda radical.
A Lugo le fue imposible poner en práctica uno de los objetivos claves de su programa como era la redistribución de la tierra. La oligarquía paraguaya es demasiado poderosa. No solo controla el Congreso, sino también los grandes medios de comunicación y la propia Judicatura. Su propio estilo no encajaba con la formación de un ejecutivo fuerte, coherente y ordenado.
Hasta ahora no se comprende porque la derecha paraguaya pudo resistir con tanto ahínco a un Presidente que en el fondo no perjudicó grandemente sus intereses. Una prueba de ello son los impuestos. Los hacendados de ese país, convertidos en exportadores de soja pagan apenas el 3% de impuestos. Algo que los diferencia de manera relevante de sus similares argentinos que pagan más del 30%.
Sin embargo pudo hacer avances importantes en el sistema de salud, subsidios a la extrema pobreza y ayudas claves para el sistema educacional. Sobre todo en la alimentación de niños pobres.
Lugo no pudo hacer grandes cambios pero cambió la cultura política del país, afirman sus partidarios. Veremos si el próximo año esta afirmación cobra sentido en la realidad, cuando el país acuda a las urnas para elegir al nuevo presidente. Quizá no podamos afirmar a ciencia cierta que sea un golpe blando, como lo fue con Zelaya en Honduras.
Todo ha transcurrido en forma procedimental y legal. Así y todo, quedan dudas con la legitimidad de una formalidad tan veloz. Y una estela de bochornosa falta de lealtad de los liberales.
Una lección es clara: los presidentes no pueden gobernar sino apoyados en poderosas coaliciones políticas, que otorguen respaldo a sus acciones en los congresos respectivos.