Un grupo de personas que se identifican con la Concertación ha entregado un manifiesto, lo que se agradece en tanto permite promover el debate de ideas sobre el futuro del país que tanto hace falta en la esfera política.
Se trata de un grupo constituido por algunos dirigentes políticos y ex autoridades, algunos devenidos en jefes de empresas de lobby que defienden profesionalmente intereses particulares buscando influir sobre las autoridades elegidas por el pueblo, y otros devenidos en empresarios o directivos de empresas, incluyendo algunos del dominio de la educación privada subvencionada. Pero hagamos un ejercicio de abstracción de la proveniencia de los firmantes –difícil, es cierto- y revisemos la idea central que inspira los temas y propuestas tratados.
En efecto, resalta la curiosa afirmación inicial del manifiesto de que “la identidad concertacionista dejó de ser diferenciadora, porque la hicimos identidad de todo el país: democrática, transformadora, garantía de gobernabilidad y sobre todo, comprometida con los problemas, dolores, sueños y protección de nuestro pueblo”.
Impresionante noticia: ya las ideas autoritarias y neoliberales de la derecha no existen, ni los intereses empresariales que sustentan, ni que hayan bloqueado el sistema político durante más de dos décadas, impedido reformas tributarias y políticas sociales amplias, la recuperación de la educación pública, el acceso igualitario a la salud, el control nacional de los recursos naturales.
O la derecha neoliberal desapareció (pero ahí sigue su “obra”, la de Guzmán y los Chicago Boys: la educación de mercado, la seguridad social y la salud privatizadas, la debilidad sindical y de la negociación colectiva, un sistema tributario limitado e injusto, la entrega de los recursos naturales y su depredación y el corolario de todo esto, la desigualdad generalizada), o los firmantes se acercaron a su ideas.
¿No será, en efecto que los suscriptores del manifiesto dejaron de diferenciarse en lo sustancial de la derecha?
¿Y que esa es la causa fundamental de la derrota y progresiva descomposición de la Concertación?
Hipótesis digna de análisis, sobre todo si se considera que la diferenciación entre las ideas e intereses de derecha y el programa de la Concertación de 1989 era evidente. Pero los autores del manifiesto están ahora en otra cosa.
Luego de describir con justeza la magnitud de las desigualdades, limitan sus ambiciones a “avanzar en la igualdad de oportunidades“. Esta es una idea típicamente liberal de derecha, traducida vulgarmente como aquella de “emparejar la cancha”: la igualdad de oportunidades es una de las inspiraciones de actuación minimalista contra la desigualdad.
Pero existe otra distinta, y que es propia, con diversos matices, del socialcristianismo, de la socialdemocracia y del socialismo: la necesidad de consagrar la igualdad de resultados en determinadas áreas de la vida social.
Hay ciertas cosas que deben ser iguales para todos y traducirse en “derechos del hombre y del ciudadano”, más allá del rayado de la cancha y del rendimiento que en ella puedan lograr los más eficientes y los más ineficientes.
La gran promesa republicana, retomada por la izquierda democrática y el progresismo en las sociedades modernas es que deben existir derechos políticos, civiles, económicos, sociales y culturales por sobre el mercado, y no solo correcciones menores del mercado.
Directamente contradictoria con este enfoque progresista es la afirmación de que “cuando se alcanzan ingresos per cápita de US$ 15.000, el crecimiento pierde fuerza como factor de cohesión social”.
Esta idea no es otra que la del derrame neoliberal que pretende que se debe esperar que haya determinados niveles de riqueza para abordar acciones directas en favor de la cohesión social.
Nada de eso estuvo en la formulación de la Concertación en 1989, que por el contrario se planteó modificar el statu quo socioeconómico con el PIB de entonces,recordemos aquello de que ya que el “mercado es cruel” debíamos “crecer con equidad” como ya lo habían hecho los países hoy avanzados mucho antes y con mucho menos que 15 mil dólares de PIB por habitante.
La revolución francesa no hubiera existido con semejante criterio, ni tampoco los Estados de bienestar modernos. Las palabras “redistribución del ingreso”, “seguridad social”, “negociación colectiva”, “universidad pública” o “desarrollo sustentable” simplemente no existen en el manifiesto.
Al contrario de sus autores, hay quienes seguimos adhiriendo al principio republicano de que los seres humanos somos iguales en dignidad, derechos y oportunidades, en ese orden.
Y no por tener “alma de detractores” que “siempre encontrarán ‘insuficiente` la obra de constructores de realidades nuevas” sino por adherir a algo que acompaña a la modernidad desde el siglo de las luces: el espíritu crítico que alimenta el alma humanista contra todo oscurantismo, todo dogma y todo interés creado que sustenta privilegios ilegítimos.
Y que, a ese título, será crítico de la conservación pusilánime de realidades antiguas y encontrará siempre insuficiente lo que esté por debajo de las convicciones republicanas y democráticas y, necesariamente hoy, de la defensa del planeta para las nuevas generaciones.
También, por supuesto, en contra de la autocomplacencia de aquellos que nunca han hecho avanzar a sociedad alguna porque carecen de la ambición de cambiarla o porque están imbuidos de un afán de reconocimiento que los lleva a adaptarse y pactar sistemáticamente con el orden existente.