El Ministro Andrés Chadwick manifestó públicamente su arrepentimiento por su participación en el gobierno de Pinochet. Ha dicho que el paso del tiempo, el dolor de las víctimas y una mayor madurez personal le han permitido tomar distancia de ese período y lamentar haber participado en dicho régimen o haber sido pasivo frente a los atropellos.
El gesto y las palabras de Chadwick son valientes y reflejan el talante de un hombre público que ha sabido aprender del sufrimiento del otro. El no ha dicho –como muchos otros, cínicamente- “yo no sabía”. Lo que ha querido decir en cambio es: yo sabía, pero en ese momento no me importó, o consideré que era un sacrificio necesario para defender valores superiores. De eso es lo que está arrepentido.
El remordimiento de Chadwick implica un paso en la jerarquía de sus valores. La dignidad de las personas concretas empieza a ser más importantes para él que ciertas ideas abstractas en nombre de las cuales se atropellaron los derechos humanos y se conculcaron las libertades. El sufrimiento de las víctimas, que se ha prolongado por cuatro décadas, le ha hecho cuestionar su pasividad y la de su sector frente a las violaciones de los derechos humanos.
Es un cambio de actitud vital importante y que en rigor interroga no sólo a sus camaradas de ruta colaboradores de Pinochet, sino a todos los actores políticos. Podemos preguntarnos legítimamente si para todos en el siglo XX o en la actualidad ha sido o es la defensa de la dignidad humana el valor principal en su actuar público.
Así como Chadwick y tantos otros desde la derecha pensaron que había valores superiores al ser humano, también los hubo o hay desde la izquierda y desde el centro. Es un hecho que en nombre de la revolución y la justicia social se han cometido tantos crímenes como en nombre de la contrarrevolución y el libre mercado.
Algunos dirán que es demasiado tarde para mostrar arrepentimiento. Se equivocan.
Nunca será tarde para alejarse del fanatismo y sobre todo, de la peligrosa tentación de imponer a los demás nuestra idea del bien, aún a costa de sus propias vidas.