De regreso de un período de descanso en que aproveché de explorar opiniones extranjeras -imaginarias- me encontré con la dura realidad de la política chilena.
Recordé que no hace mucho algunos autores proponían que en nuestro tiempo había ocurrido el fin de las ideologías e incluso el fin de la historia (Daniel Bell y Francis Fukuyama, respectivamente, como ustedes saben).
Sin embargo, en esta columna no pretendo en modo alguno formular el tipo de generalizaciones a las que aludo, las que, además, normalmente terminan por probar ser incorrectas.
Al concluir este ciclo de columnas, sugiero que el conjunto de hechos de la actual realidad política chilena señala que se estaría produciendo un ocaso de la moderación.
La moderación entendida como aquella capacidad para percibir, aceptar y convivir con el hecho que las otras personas existen y tienen derechos, intereses, expectativas, ideas, valores que pueden ser –y de hecho generalmente son- distintos de los propios.
Comprendida también como una actitud y conducta que incluye la disposición a aceptar que es preciso respetar, articular, agregar y armonizar los derechos, intereses, expectativas, ideas y valores propios con aquellos de los otros.
En mi opinión, sin entrar al detalle de los hechos conocidos, de sus interpretaciones y de quien pueda tener o no la razón, la política chilena avanza a paso firme a una cada vez más precaria o casi inexistente moderación – tanto en el lenguaje como en las actitudes y conductas.
Los políticos, los partidos políticos, los parlamentarios, los pre-candidatos y candidatos a posiciones de poder –y sus respectivos séquitos-, los ciudadanos en las redes sociales, se enfrentan con entusiasmo y con un cada vez menor auto-dominio de las pasiones políticas.
Los políticos, observados desde fuera por cierto, parece que hubiesen olvidado o perdido esa perspectiva política democrática básica de que el enfrentamiento polarizado y sin moderación puede debilitar el mismísimo espacio en que existen y dar lugar a otro ignoto y generalmente peor escenario político.
De otro lado, la crecientemente inmoderada crítica al denominado “modelo” y al régimen político parece simplemente ignorar la necesidad de disponer y proponer a todos y cada uno de nosotros ciudadanos un modelo y régimen político alternativo, ojala mejor.
Por su parte, los defensores del modelo parecen padecer de una incapacidad para escuchar, prevenir, atender y resolver las demandas más apremiantes que provienen de la ciudadanía, especialmente aquella indignada y movilizada, que se expresa en las calles acompañada de una inveterada y ampliamente rechazada violencia.
La ciudadanía organizada y movilizada masivamente, a su vez, parece ignorar los límites razonables a sus expresiones de indignación y a sus demandas cuya satisfacción exigen tal y cual las presentan, y de inmediato. Así mismo, sus dirigentes tienden a ignorar o desperfilar la violencia de los grupos minoritarios que acompañan y aprovechan las movilizaciones masivas para actuar con violencia.
En fin, es en este panorama general que los políticos se enfrentan sin moderación y sobre la base de propuestas de personas, no de programas y políticas públicas específicas, sino de alguna persona individual que sería la o el mejor para enfrentar lo que viene por delante.
No cabe duda que existen dirigentes políticos, organizaciones e instituciones políticas moderadas. Pero no se ven ni se escuchan o leen allí donde a efectos ciudadanos más importa, esto es, la televisión, la radio, la prensa y demás medios de comunicación masivos.
El problema de fondo –sin ignorar ni menoscabar los asuntos económicos, la pobreza, desigualdades, injusticias, abusos, etcétera- es uno de carácter político.
Se trata, en mi opinión, que los dirigentes políticos demócratas moderados de la izquierda, el centro y la derecha, alcen sus voces, manifiesten sus opiniones y voluntades y representen a la mayoría del pueblo chileno, que tiende a la moderación, la valora y ha sufrido lo que significa perderla en política.