Desde que existe, la humanidad se las arregla en un medio hostil e indiferente: la naturaleza. Además, tiene que defenderse de sí misma. Su condición es precaria, y la religión, filosofía, arte, economía, son formas de refugio y remedio, caminos hacia la seguridad. Y como demasiada seguridad puede aburrir, para asustarse un poco, inventa fábulas y leyendas.
Una es el vampirismo, conocido en distintos períodos y regiones, y, por cierto, en Transilvania, territorio de culturas y supersticiones integradas, rumanas, húngaras, eslavas, zíngaras.
El miedo vende, por eso tantas películas sobre catástrofes, monstruos y otras especies del género. Las de vampiros, casi todas, son deudoras de Drácula de Bram Stoker, indeleble y demoníaca narración publicada en 1897, dos años después del nacimiento del cine. “La novela más hermosa jamás escrita”, Oscar Wilde dixit.
Stoker pasó su enfermiza infancia en una casita costera de Irlanda, deslumbrado por mareas, tempestades, e historias de piratas y fantasmas animadas por su madre, la feminista Charlotte Mathilda Blake. Hasta los siete años apenas caminó. No obstante, este admirador de Byron, Keats y Shelley, se distinguió en la Universidad de Dublín como atleta y jugador de fútbol. También fue un gran nocherniego, amigo de las discusiones hasta el alba e incondicional amante del teatro.
Combinando la técnica epistolar, con diarios de vida, telegramas y noticias de prensa, cimentó su relato, algo constreñido por las entrelíneas y velos propios del puritanismo victoriano.
Recordemos sus personajes.
Jonathan Harker, procurador y novio de Mina, viaja a Transilvania por las propiedades que un misterioso conde desea adquirir en Inglaterra. El trayecto a través de bosques neblinosos, con caballos espantadizos y pájaros despavoridos, es un cándido prólogo a la estadía en el castillo donde el caballero lo sometería a su magisterio de horror, tras recibirlo con dudosa amabilidad: “¡Sea bienvenido a mi morada! Entre por su propia voluntad, sin temor y deje aquí parte de su felicidad”.
Después del Maestro, tres escalofriantes y lascivas beldades, lo harán arder en deseos y terror. Jonathan logra huir y refugiarse en un convento. Delirante, aludía a lobos, sangre, demonios y “otras cosas de las que no me atrevo a hablar”, informaba prudentemente la Hermana Agatha.
Mina, atractiva mecanógrafa y taquígrafa, con su inteligencia y actitud periodística ayudará a combatir al monstruo. El séptimo arte hace desaparecer el vanguardismo de esta constructora de castillos en el aire, que, antes de ser vampirizada, anota en su diario:“La mujer moderna no consentirá más en ser pedida; será ella quien solicite la mano del hombre”.
Lucy, bellísima y sensual patricia, disfrutó de las atenciones del vampiro, victorianamente disculpada por su sonambulismo. “Lo peor es que nada recuerdo… tengo miedo, sin saber de qué. Y me siento tan débil”. Muerta y no muerta, sigue la senda del Gurú, especializada en niños que la llamaban “la dama de sangre”. Sus amigos le clavan un leño en el corazón, llenan su boca de ajos y le cortan la cabeza para liberarla de la maldición.
El doctor Seward, sufre por el revés de su propuesta matrimonial a Lucy. Dirige el manicomio y posee un alma poética: “En la noche, nunca las tumbas me parecieron tan blancas; jamás los cipreses y los enebros, simbolizaron tan bien la melancolía”.
Renfield, entusiasta consumidor de moscas, arañas y ratas vivas, escéptico frente a la existencia del alma, aguarda en el psiquiátrico la llegada del Amo. La sangre es vida, era su consigna.
Van Helsing, doctor en medicina, literatura y filosofía. Enemigo jurado de Drácula, es un gladiador entre Dios y el Diablo. La fe permite creer en cosas que no son ciertas, afirmaba este espíritu abierto, altruista y con nervios de acero. Experto en la sabiduría antigua sobre los no-muertos o malditos de inmortalidad. Esta disciplina, como se sabe, es amplia y rebuscada en sus conceptos pero de rústica farmacopea: trenzas de ajo, cruces, hostias picadas, martillos y afiladas estacas.
Quincey Morris. Viajero y deportista de Texas, se declaró a Lucy en premonitorio estilo Groucho Marx, con previsibles resultados: “Señorita, no soy digno ni de atar los lazos de sus preciosos zapatitos, pero si espera un hombre que lo sea tendrá que aguardar mucho tiempo”.
Finalmente, el artista de lo nefando, extasiado con el cantar de los lobos: “¡Escúchelos! ¡Son los hijos de la noche! ¡Sus aullidos son música para mis oídos!”.
Noctámbulo de vista felina; recio, pese a no comer ni beber nada, salvo sangre, naturalmente; asustadizo con los íconos religiosos, no entra en una casa sin invitación, después lo hará a voluntad; ignorado por los espejos, “objetos malditos que sólo halagan la vanidad”; perfil aguileño, frente abombada y cejijunto; boca de expresión cruel con agudos dientes de gloriosa blancura; orejas en punta. Las anchas manos, aparentemente finas por sus largas uñas, delatarían afición a placeres solitarios por la vellosidad de las palmas. Según códigos de la época.
Adalid del mal, sólo puede combatir al bien, completamente ajeno a la imagen que ofrece Herzog en su filme Nosferatu: un temeroso y triste condenado a la eternidad, apacible candidato a la salvación por el amor de una doncella.
Espía de los sueños, siempre atento a las muchachas en flor, difíciles de engatusar por su espantoso aliento, aunque gracias a la hipnosis supera en triunfos a Don Giovanni, sufrido espigador de fracasos en el escenario. Ambos, hermanados en su pasión por la giovin principiante y en la nula preocupación por la pulcritud de los medios.
Poco se destaca de este diabólico hidalgo, cuyos hábitos encubren una clara burla de la aristocracia inglesa, su orgullo de luchador por la independencia de Transilvania: “Ah, mi joven amigo, los Drácula han sido la sangre, el cerebro y la espada del país”.
En la coda. Drácula, romance de karma erótico un poco tímido, valioso documento en la lucha de las mujeres del siglo XIX, hace algunos lustros abandonó la categoría de libros que el filósofo Schopenhauer rehusaba leer: la de los que no tienen cien años.