“Si algo bello hay en el encuentro con Dios –que es el principio y fundamento de San Ignacio- es que la razón de mi existencia es que Dios me ama. El hombre es un ser para ser amado”.
La cita está extraída de una de las meditaciones del padre Fernando Montes S.J. en el retiro de Semana Santa del Colegio San Ignacio El Bosque, grabaciones que suelo quedarme rumiando por algunas semanas. A muchos creyentes, Jesucristo resucitado se nos va revelando de a poco a través de estos audios y el gozo de la Pascua se mantiene así por varias semanas.
En dicho encuentro, el padre Montes nos invitaba a los católicos a vivir una fe ligada a los problemas y los cuestionamientos de hoy. El cristianismo es una doctrina que se vive en el día a día, la fe no es para vivirla en la comodidad del encierro en los propios grupos; al contrario la fe es para vivirla en el mundo, siendo parte de los desafíos de cada época.
“El cristianismo mal entendido es vivir una vida espiritual (…) lejana de lo terreno. (…) Nos guste o no, somos ciudadanos del siglo XXI y tenemos que vivir en el siglo XXI, porque el cristianismo es mirar para adelante y construir un mundo mejor. No mirar para el pasado ni para el cielo. La obra del Espíritu Santo es que el verbo se hizo carne, lo que quiere decir que los cristianos somos más cristianos en la medida que nos metemos más en este mundo, nos hacemos cargo de sus problemas, de sus injusticias, de sus temores y sus desafíos”.
Y ponía a la propia Iglesia de ejemplo: “El peligro de la iglesia, el peligro de las familias, es no entender el mundo. Hay papás que no pueden dialogar con sus hijos. Por no entender las cosas, hay papás y sacerdotes que ponen como norma y principios cosas que no son propias de la fe, sino de otro tiempo, que no es lo mismo”.
En el mismo sentido, el capellán del Hogar de Cristo, Pablo Walker S. J. en otra meditación nos recordó el linchamiento de Daniel Zamudio, señalándonos que “la brutalidad homofóbica se parece mucho, demasiado, al maltrato que sufrió Cristo hace dos mil años”.
La interpelación es clara: quienes nos decimos seguidores de Cristo debemos estar con el que sufre, con el agredido, sin observar ninguna otra característica, sin reparar ninguna otra condición, sin cálculos políticos, sin temor a las segundas intenciones.
Nuestra obligación va más allá incluso: debemos hacer todo cuanto esté en nuestras manos para lograr su protección, su no discriminación. Ese es el ejemplo del que murió en la cruz. Esa es la iglesia que muchos vivimos, pero que somos poco capaces de mostrar.
Ese mismo día, Viernes Santo, una cincuentena de personas se reunía para realizar un “asado de los ateos” en el Parque Padre Hurtado (¡vaya contradicción!), según dijeron querían alzar la voz y recordarnos a los católicos que no todos siguen nuestra fe.
Pese a lo odioso del gesto, no creo que los que se reunían fuesen un grupo de adoradores del demonio. Quizás la dureza de su acción nos obliga a los católicos a preguntarnos cuántas veces hemos sido nosotros los odiosos.
A diario me encuentro con personas que para mí son un ejemplo de cristianismo, por la forma en la que viven su vida, pero que se sienten profundamente maltratadas por la iglesia.
Mujeres antes golpeadas que recomponen su vida con nuevas parejas y que cuando piensan en el divorcio son condenadas; jóvenes que por diversas razones forman familia sin casarse o que atrasan el matrimonio pero no las relaciones sexuales.
Pienso en aquel amigo homosexual, de familia y colegio católico, que muchas veces se siente injustamente tratado por la iglesia, violentado y ofendido, pese a que es un gran amigo, cariñoso tío con sus sobrinos, lo que podríamos llamar un buen tipo, que colabora en obras sociales, se preocupa de los que tienen menos y que, según como yo lo entiendo, vive muy cristianamente. Sin embargo, lejos de sentirse consolado por mi iglesia, valorado porque Dios lo ama, se siente permanentemente agredido.
Son ellos a quienes podríamos llamar los cristos del día a día que aparecen olvidados por la Iglesia.
Ello pese a que “Jesucristo es un fracasado que murió en la cruz. Imagen de Dios tan distinta a la de algunos cristianos para los cuales Dios es un sátrapa, que lo mira por el ojo de la cerradura para ver si lo pilla en algo”, nos decía el padre Montes.
Entonces, como iglesia, aparecemos en los medios, como castigadores erráticos, poco acogedores. A veces, poco cristianos. Los católicos sabemos que no somos así, o al menos que nuestra iglesia tiene muchas otras caras.
Me llamó profundamente el gesto del Arzobispo Ezzati de visitar a los presos de Punta Peuco (condenados por delitos en contra de los derechos humanos). Algunos lo criticaron duramente.
Pero, ¿dónde podría estar en Sábado Santo el padre Arzobispo si no es con aquellos que representan lo peor de lo peor? Delincuentes que cometieron los más atroces crímenes, que para muchos representan lo más malo de lo malo. Olvidados incluso por aquellos que antes fueron sus más fervientes seguidores. Dónde si no allí debía estar aquel que pretende seguir a Jesucristo, acompañando y celebrando la liturgia con los más despreciados entre los despreciados.
El problema en este caso es básicamente comunicacional: nos hace falta ver también a la iglesia que está con todos los olvidados. A veces, no se ve la iglesia que yo vivo, la que está junto a los que sufren, a los que son discriminados, a los oprimidos y agredidos, y entonces la visita del Arzobispo aparece como hostil hacia las víctimas.
Los católicos debemos hacer un esfuerzo adicional por mostrar más y difundir mejor a la iglesia que vive en el siglo XXI –como diría el padre Montes-. Y el mejor modo de lograr aquello es corregir nuestras acciones que se constituyen como el principal “antitestimonio” de Cristo.
Debemos luchar para construir en el día a día, la iglesia que quiere acompañar y consolar al explotado, al que tiene hambre, al que la economía dejó atrás. La iglesia que en vez de compadecerse del homosexual, lo respeta como hijo de Dios. La iglesia que no condena, para la que son muchos y no sólo uno los caminos para llegar a Dios, la iglesia que mira al futuro y no al cielo. Cuántas veces a uno mismo le cuesta llegar a respetar al otro por el simple hecho de ser hijo de Dios.
Ultima cita: “En el mundo de hoy descubro con el alma la vigencia de Jesucristo, una persona que vivió para los demás, porque el fundamento de su vida es que supo que Dios lo amaba, y le entregó la vida ‘con todo’ a su padre, por eso asumió los problemas y el dolor de los demás. Si hay alguien que llora, ‘ahí estoy yo’, si hay alguien oprimido, ‘ahí estoy yo’, si hay alguien que no tiene palabra, ‘ahí estoy yo para prestarle mi voz’… eso es lo que le costó la vida a Jesús”.