Un éxito para la salud pública.
Nuestra ciudad capital de Santiago alcanzará este año un 100% de tratamiento de sus aguas servidas, un record poco frecuente en el planeta y de cuya importancia hay poca conciencia.
La región metropolitana fue creciendo rápidamente en la segunda mitad del siglo pasado hasta cubrir una gran superficie, con una política de vivienda expansiva, dotación de agua potable y alcantarillado bastante altas, pero ninguna inversión en el tratamiento de las aguas servidas.
Más grave aún, estas agua negras eran el riego preferente de las chacras del poniente, grandes proveedores de verduras y frutas para el mercado local.
La consecuencia lógica de aquella contaminación rampante era la tremenda epidemia estival de infecciones intestinales, tifoidea, hepatitis, diarreas agudas y todas sus consecuencias. En los peores momentos de estas crisis sanitarias ocurrían cerca de 5000 muertes a mediados de 1950 por diarrea infantil y sobre 10.000 casos anuales de fiebre tifoidea entre 1977 y 1985, en el contexto de las crisis económicas recesivas de aquel tiempo.
Mientras el “Rey del Zapallo” de la Rinconada de Maipú ganaba premios de la mejor hortaliza, miles de jóvenes y adultos chilenos morían o enfermaban gravemente de infecciones por alimentos contaminados por las aguas del río Mapocho, gran recolector de las alcantarillas de la ciudad junto al Zanjón de la Aguada. Y la autoridad sanitaria del país no podía imponer la necesidad de plantas de tratamiento a pesar de sus intentos.
La epidemia de cólera de 1991 prendió las alarmas y movilizó al gobierno y al país en su conjunto.
Una fuerte intervención de la autoridad sanitaria prohibiendo el riego agrícola con aguas contaminadas, la prohibición del consumo de verduras y pescados crudos en lugares públicos, la cloración de canales de riego y el control estricto del cloro residual en el agua potable, más una campaña educativa masiva promoviendo el lavado de manos y el control e higiene de los alimentos, fueron cruciales.
El brote de cólera fue mínimo, poco más de 100 casos en tres años y como fruto relacionado, una aceleración de la caída hasta su virtual desaparición de la fiebre tifoidea.
La sociedad chilena respondió con gran energía y disciplina el llamado a la movilización por la salud.
Sin embargo, quedó una tarea pendiente. La instalación del tratamiento de aguas servidas en cantidad y eficacia suficientes como para erradicar la contaminación de las aguas de las ciudades del país.
Los gobiernos y políticos de la época tomaron en serio el asunto y promovieron la integración de capitales privados al suministro y operación del agua en el país con la condición explícita de poner plantas de tratamiento en las ciudades y pueblos de Chile.
En la Región Metropolitana, la empresa concesionaria aceptó el desafío y hoy anuncia el 100% de aguas tratadas en la ciudad de Santiago con una inversión de 1000 millones de dólares en total.
Una hipótesis plausible relaciona el cáncer de vesícula, de alta prevalencia en las mujeres chilenas, con las epidemias de fiebre tifoidea.
Más de mil mujeres chilenas fallecen de cáncer de vesícula anualmente, tantas como por cáncer de mama. De comprobarse la hipótesis, estaríamos ante un beneficio adicional gigantesco de las aguas limpias en el dominio de la enfermedad emergente de nuestros tiempos.
Corresponde entonces alegrarse por este logro de la política sanitaria chilena, construida por el conjunto de la sociedad, su comunidad, sus políticos, su gobierno y la empresa privada.