Me cuento entre los miles de chilenos que, sin ser católicos, no hemos olvidado los días en que la Iglesia Católica denunciaba las violaciones de los derechos humanos que cometía la dictadura.
Precisamente por eso, el miércoles 21 sentimos un estremecimiento al ver en los noticiarios de TV las imágenes de la puerta principal de la Catedral de Santiago en llamas, como consecuencia del lanzamiento de bombas incendiarias por parte de los encapuchados que habitualmente protagonizan “el segundo acto” de cualquier manifestación pública.
¿Cómo se llega a cometer actos tan irracionales? Confundiendo los valores por supuesto, extraviando el sentido de lo recto.
Se trata de grupos que llegan preparados para destruir lo que encuentran a su paso, y que se esconden detrás de los manifestantes que acuden a expresar su solidaridad con algún movimiento social, en este caso el apoyo al movimiento de Aysén.
Ese día hubo otras tropelías en el centro de la capital, como el asalto a una sucursal bancaria, la destrucción de una garita de Carabineros, el apedreo de una farmacia, etc. ¿Todo eso en solidaridad con los ayseninos? Es completamente absurdo.
En agosto del año pasado, en el contexto del paro al que convocó la CUT por el conflicto educacional, los encapuchados atacaron con bombas incendiarias el templo de la Gratitud Nacional. ¿Era una expresión de apoyo a la educación pública? ¿A favor de la justicia social? No busquemos explicaciones nobles para los actos abominables.
El 10 de septiembre de 2006, cuando la Presidenta Bachelet llevaba apenas cinco meses de gestión, un grupo de iracundos aprovechó la tradicional marcha de las organizaciones de derechos humanos, durante su paso por Morandé, para lanzar una molotov a una ventana del palacio de La Moneda.
¿Era una forma de homenaje a las víctimas del golpe de Estado? ¿Una expresión de repudio a Pinochet? ¿Quién puede dar una respuesta racional para ese signo de desquiciamiento?
Son numerosos los ejemplos de este tipo, y está visto que no es relevante quiénes gobiernan. Por desgracia, los dirigentes sociales no separan aguas de los vándalos con suficiente decisión.
Es cierto que los dirigentes de la Confech actúan a rostro descubierto (es lo que hacemos todos los ciudadanos por lo demás) y que, en general, se ponen de acuerdo con las autoridades para realizar sus desfiles. Muy bien, pero no pueden guardar silencio frente a las tropelías. Y mucho menos decir, como Giorgio Jackson el jueves, que “El fútbol deja desmanes mayores que las marchas”. ¿Y qué conclusión vamos a sacar de eso? ¿Qué todavía el asunto no es como para preocuparse?
Algunos dirigentes políticos que buscan aplausos fáciles tienden a justificar estas formas de violencia como expresión del rechazo a las desigualdades sociales. Deberían ir a dar esa explicación a los comerciantes cuyos negocios han sido saqueados.
Son muchas las injusticias, pero no podemos validar cualquier método para corregirlas. Ese es el camino seguro hacia nuevas injusticias.
¿Violencia excesiva de la policía? Debemos condenarla sin ambigüedades por supuesto, pero también la violencia que puedan sufrir los funcionarios policiales, en contra de cuya integridad algunos creen que todo está permitido.
Un dirigente estudiantil dijo esta semana que en Chile había “terrorismo de Estado”. Es preferible no abusar de las palabras.
Terrorismo de Estado hubo bajo Pinochet, cuando no había derechos garantizados de ningún tipo, cuando los tribunales no acogían los recursos de amparo, cuando no existía libertad de expresión, de asociación ni de reunión, en fin, cuando los organismos de represión actuaban sin dios ni ley. Esto lo saben los parlamentarios, los periodistas, los profesores, cualquier persona algo informada. Hay que explicárselo, entonces, a los jóvenes que nacieron en democracia.
¿Son anarquistas? ¿Guevaristas? ¿Vale para ellos el calificativo de “izquierda negra”? A estas alturas, tiene escasa importancia. Se definen por sus actos, como cualquier persona.
“Es que los capuchas nos defienden, papá”. Así se refería a los encapuchados una estudiante universitaria de primer año a mediados de 2011 cuando recién partía el conflicto educacional y nadie imaginaba cómo iba a terminar. En realidad, los encapuchados no defendían a nadie puesto que tenían sus propias prioridades. Sobran las pruebas de que causaron un profundo daño al movimiento estudiantil.
Naturalmente, hay aquí un fenómeno que necesita ser analizado rigurosamente.
¿De qué hogares provienen estos adolescentes y jóvenes que salen “a la guerra” cada vez que pueden? Algunos estudios indican que entre ellos hay graves carencias, hogares fracturados, padres ausentes o alcohólicos, violencia intrafamiliar, inclinación hacia las drogas y una falta de referencias morales para tener claro, por ejemplo, que robar es condenable, que debemos proteger la propiedad pública y privada, en fin, un mínimo sentido cívico. Estudiar este fenómeno permitiría articular respuestas más eficaces del conjunto de la sociedad.
Lo primero es no validar políticamente a quienes fomentan el vandalismo. Es necesario aislarlos de los movimientos sociales, puesto que perjudican cualquier lucha legítima que estos desplieguen. Y los partidos políticos no tienen derecho a mirar hacia otro lado.