No cabe duda que lo que está ocurriendo en Aysén no es un hecho aislado. Por una parte, representa el agotamiento de los chilenos de un sistema que en lugar de mejorar las condiciones de vida continúa privilegiando las desigualdades sociales y, por otra, refleja el sentir mayoritario de quienes vivimos en regiones y percibimos que palabras como descentralización e igualdad de oportunidades son prácticamente una utopía.
Si observamos los movimientos sociales entre el 2011 y lo que llevamos del 2012, claramente se revelan síntomas de un sistema que ya no da para más, lo que en regiones se agrava considerando los problemas de conectividad, transporte, acceso a la salud y educación, y un progresivo aumento en el costo de vida que, en zonas extremas según los recientes estudios del BID, se traduce en un 25 % más que en regiones como la metropolitana.
La eterna promesa de la movilidad social, en estas condiciones, se aleja cada vez más y, desde ese punto de vista, las demandas desde las diversas comunas del país son legítimas, esperables y absolutamente entendibles.
Propuestas para mejorar la situación de las regiones existen, incluyendo no sólo medidas económicas que incluyen por ejemplo, salarios mínimos diferenciados por regiones, la necesaria democratización en la elección de las autoridades y la imperiosa necesidad de entender que la descentralización debe instalarse a la brevedad.
Sin embargo, todo ello implica una voluntad política real, las urgencias respectivas desde el Gobierno a los proyectos que podrían aprobarse con urgencia; disposición al diálogo y especialmente, empatía, para ponerse realmente en el lugar de quienes viven en zonas alejadas al centro de nuestro país.
Nada de ello apreciamos en la actual administración y, a través del vocero de Gobierno, sólo observamos amenazas reiteradas y progresivas, pues así como en la región de la Araucanía se invocó la ley antiterrorista, en Aysén ya se amenaza con la ley de Seguridad del Estado.
Cero capacidad de entender cuál es la realidad que viven día a día los ayseninos, con salarios que no cubren el alto costo de la vida en esta región.
Se equivoca el Gobierno si piensa que con represión podrá invisibilizar o silenciar el clamor de las regiones. Ya hemos escuchado las demandas desde Calama y la decepción que tienen hoy sus habitantes frente a promesas incumplidas.
En Temuco, comuna a la que represento, la frustración es similar ante el engañoso anuncio de un Plan Araucanía que nunca existió, que no tuvo los recursos y que fue sólo un acomodo de escuálidas cifras para acallar el descontento social. Las regiones están cansadas y, tal como se aprecia, se tomarán la agenda en busca de soluciones.
Y no basta con la solución improvisada de algunos problemas cotidianos, a través de algún bono o de un nuevo puente.
Si no logramos aunar los síntomas que hacen salir a la gente a la calle y el cuestionamiento político-social, entonces no entenderemos que la frustración y el descontento obedece a un mal mayor, a un sistema que continúa avalando la desigualdad y donde el centralismo prima en cada una de las decisiones.
Las manifestaciones que estamos observando desde el año pasado no se resuelven con políticas asistencialistas y de corto plazo.
Desde el Congreso podemos avanzar con seriedad en los cambios legales que el país requiere para derribar las injusticias, las desigualdades sociales y la postergación de muchas regiones. Es al menos mi sincero compromiso; obviamente, el Gobierno debe entender que la voluntad del Ejecutivo es esencial en esta materia.
Cuando todo un colectivo es capaz de expresar su descontento masivamente, la respuesta no puede ser la represión. No hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el no quiere escuchar.