La democracia no solo es un sistema institucional, es una visión valórica y ética de las relaciones sociales y de poder y, en tanto tal, es esencialmente conflictual, es inseparable del conflicto, es el retorno continuo de las contradicciones y del carácter paradojal de la política moderna.
El conflicto que estructura la democracia contiene, inevitablemente, el valor de la convivencia, ya que ella, de por si, consiste en la posibilidad de un orden infundado y, por ende, de un orden que se hace cargo de la pluralidad de las razones, de la posibilidad que una venza y otra pierda, sin por ello estar fuera de la ciudad. La democracia se entrega, a sí misma, la decisión de dejar fuera del conflicto los puntos no negociables, aquellos que pertenecen a la sobrevivencia de las razones plurales.
El conflicto, evoca el tema de la elección entre alternativas posibles, entre opciones diversas y abre la “cuestión democrática” en su punto más alto.
El conflicto expresa la necesidad fundamental de dar valor a las cosas que no son definitivas, reproduce, en la coyuntura histórica, la estructura contradictoria de nuestras necesidades de individualidad, de generalidad y de comunicación.
El tema de la conflictualidad democrática es esencial, sobre todo, cuando asistimos a un redimensionamiento de los espacios de la gran política, producido por la mercantilización absoluta que invade todos los ámbitos de la vida e impone una lógica dominante.
La “sociedad reducida” es una sociedad empobrecida cultural y éticamente.La ofensiva neoliberal consiste, naturalmente, en intentar neutralizar los conflictos orientando el empuje emotivo de la población hacia formas regresivas de identificación: el poder fuerte, la sociedad ausente, los enemigos de turno: drogados, pobres, incapaces, emigrantes, etc.
Contraria a esta tendencia, típica del neoliberalismo, es la perspectiva de Dahrendorf, que parte de la base que una sociedad que no desee precipitar en el descompromiso creciente hacia las reglas y las responsabilidades colectivas debe asegurar que todos tengan “una apuesta en el juego de la sociedad”, es decir, que los pobres, los marginados, los desocupados tengan algo que colocar en campo, a cambio de la aceptación de los vínculos sociales.
Dahrendorf se plantea, nada menos, que disolver el matrimonio que liga capitalismo y liberalismo.
Postula una distancia abismante entre el empuje liberal ligado a las definiciones de oportunidades nuevas para todos y la política neoconservadores de reducción de las exigencias sociales y de “proteccionismo”, verdaderamente, para los grupos más fuertes.
Él construye una alternativa liberal – radical apoyada en las nuevas chances de vida, exalta la movilidad de los conflictos parciales frente a la omnipresencia que tuvo el conflicto de clases, y enfatiza el rol de las agregaciones provisorias en torno a problemas específicos de la población.
En una línea más ligada a la sociabilidad, Robert Dahl, señala que es necesaria una auténtica refundación de la teoría política que reestructure las relaciones entre los medios técnicos de los procedimientos y los fines culturales de la democracia.
Dahl se propone superar la vieja oposición entre el liberalismo abstencionista y el socialismo que nacen cuando aún no se ampliaba la parte más relevante del itinerario de la ciudadanía.
El liberalismo cultiva el culto de la propiedad y lo coloca en el centro de toda la estructura de la política. Locke, lo resume: “la sociedad política fue fundada sólo para conservar, a cada privado, la propiedad de bienes, y para ningún otro fin”.
El socialismo, en cambio, coloca en cuestión la comunidad política que tiene, justamente, como fundamento la real e indoblegable desigualdad de posesión y de derechos.
Dahl afirma que sólo la democracia es capaz de debilitar y colocar límites a la estructura de la constitución de la propiedad privada como valor superlativo. Los derechos políticos comprenden todos los cuerpos de la propiedad y ésta deja de ser un “derecho ético fundamental”.
El valor del análisis de Dahl reside en que focaliza el paso de un régimen que presentaba al Estado como depositario de la “ratio”, a una estructura política “poliárquica” que supone la multiplicidad de los intereses y la realidad y permanencia del conflicto.
Es aquí donde se crea una simbiosis entre “pluralismo y pluralidad de los intereses”, que provoca la marginalización de las dimensiones individuales de la política y la emergencia de partidos y grupos de presión que organizan la solidaridad entre intereses homogéneos.
Aquí se coloca el tema de las partidocracia o, lo que es lo mismo, el arrebato a la sociedad civil de espacios que le son propios y frente a lo cual la sociedad que emerge de la revolución digital de las comunicaciones manifiesta un creciente rechazo.
Los partidos políticos, que originalmente nacieron como instrumentos para accionar –como diría Dahl- “los criterios de igualdad del voto y de la participación efectiva”, han ocupado, en cambio, el espacio principal en torno al cual ha rotado todo el sistema político. Es, justamente, esta forma de la política la que hoy entra en crisis.
Dahl sostiene, que aún en la importancia extrema del sufragio universal: “El voto representa sólo un tipo de recurso político,desde el momento que los recursos sociales son distributivos de manera desigual y dado que muchos de ellos, pueden convertirse en recursos políticos, los recursos políticos, diversos del voto, son distribuidos de un modo desigual”.
En parte, el discurso de Dahl subvalora la centralidad que ha adquirido la voluntad del sujeto-ciudadano. Sin embargo, su propuesta valiosa es la de intensificar las políticas capaces de asegurar una más completa realización de los ideales democráticos.
De esta forma, la democracia, sea para el liberalismo democrático avanzado que para el socialismo renovado, es todavía un diseño incumplido en toda su plenitud y el paquete de valores que ella engloba no ha agotado ciertamente, sus grandes potencialidades.
Conflictualidad e incumplibilidad como condición para que la democracia no tenga ninguna zona intransitable, ninguna “reserva” protegida, a las cuales esté prohibido el acceso de sus reglas y la hegemonía de sus valores éticos y políticos.
La conflictualidad es inherente a la democracia, especialmente a aquella que se organiza desde la propia sociedad civil, y hay que superar el temor conservador a todo “lo que se mueva”, el deseo irrefrenable de los neoliberales del modelo de sociedades paralizadas políticamente por el temor o el consumismo, el peligro de que se transformen en enemigos, en “terrorista” a todo aquel que disienta de manera radical o adopte formas de vida distintas a las de las consagradas.
La democracia debe ser capaz de escuchar el conflicto y de dar salidas que acentúen los espacios de libertades, derechos e igualdades. Este es parte del desafío que el progresismo debe asumir frente a la nueva estación de ciudadanía que vive Chile y el mundo.