Si les preguntamos a las ciudadanas y ciudadanos de Chile, si están dispuestos a entregar las atribuciones más relevantes de la Presidencia de la República a un personaje nombrado por los diputados y senadores, la respuesta sería un claro y contundente rechazo.
Y es lógico, si entendemos que se trata de cercenar las funciones de una autoridad elegida democráticamente, como es el Presidente o Presidenta, a cambio de entregarle las mismas a un grupo de personas, cuya legitimidad de origen ha estado en el centro de los cuestionamientos durante los últimos años, como son los parlamentarios.
Sin embargo, el acuerdo pomposamente titulado “Un Nuevo Régimen Político para Chile”, que acordaron falangistas y nacionales apunta precisamente a eso, a cercenar la Presidencia en aras de fortalecer el Congreso.
Vamos por parte.
Curiosamente, en un país que ha puesto en el centro del debate el sistema electoral de los parlamentarios como una de los elementos que atentan contra la calidad y profundidad de la democracia, debido a los efectos perversos del binominal, la pluma de Walker y Larraín realiza un juego de magia para situar las causas del reconocido descontento en “el presidencialismo exacerbado”, “la centralidad del poder presidencial” y desembocar luego en la necesidad de establecer un régimen semipresidencial que establezca la figura del Primer Ministro, propuesto por el Presidente, pero sancionado por el Congreso Nacional.
Respecto de la falencias del propio Congreso en cuanto a su representatividad democrática, nacionales y falangistas salomónicamente ponen paños fríos al señalar que “dejamos expreso testimonio que el actual sistema electoral en materia parlamentaria ha significado, para algunos, un aporte a la gobernabilidad y se ha comportado de una manera razonablemente proporcional mientras que, para otros, no ha permitido representar democráticamente la voluntad ciudadana”.
Y culminan, en un lejano punto 2 en la última página, proponiendo un “sistema electoral proporcional corregido”, sin clarificar que es lo que hay que corregir.
Creo que conviene mirar con detención lo propuesto, más allá del debate intenso que se ha producido frente a las formas en que ambos partidos construyeron dicho acuerdo, porque los contenidos avanzan en una dirección distinta a lo que se presenta, especialmente desde la DC, en el discurso público y buscan construir una realidad completamente a espaldas de la gran demanda de reforma al sistema político que los chilenos y chilenas aspiran.
En primer lugar, cercenar la Presidencia implica destruir el único espacio de representación donde el voto de cada hombre o mujer en Chile tiene exactamente el mismo valor, sin distorsiones originadas en el sistema electoral o en la distribución territorial.
La única distorsión que alguna vez tuvo en su legitimidad de origen estaba precisamente en la atribución que el Congreso tenía de nominar al Presidente cuando ningún candidato alcanzaba la mayoría absoluta, situación hoy resuelta mediante la segunda vuelta.
En segundo lugar consagra la larga e inveterada aspiración de la oligarquía chilena de contener la Presidencia fortaleciendo los poderes de veto del Congreso sobre ella.
En efecto, desde los albores de la República, el Congreso Nacional ha sido el espacio de freno y contención a las iniciativas de reforma social desarrolladas desde la Presidencia.
En algunos episodios, sobrepasando la ley como en la Guerra Civil que el Congreso dirige en 1891 contra el Presidente José Manuel Balmaceda, o acercándose peligrosamente a ello, como en la exigencia del Estatuto de Garantías Constitucionales en 1970 o en la declaración de inconstitucionalidad que un Congreso dominado por los mismos firmantes de este acuerdo evacuó en 1973 contra el Presidente Salvador Allende, tras verificarse un aumento en el apoyo electoral al mismo.
Pero en otros casos, el Congreso no ha necesitado ir tan lejos, y sólo ha ejercido, dentro de sus atribuciones, acciones destinadas a frenar las iniciativas de reforma surgidas del Ejecutivo.
Es el caso del bloqueo a la Reforma Agraria propuesta por el Presidente Pedro Aguirre Cerda, como condición para aprobar la Ley CORFO o el de las leyes sociales enviadas por el Presidente Arturo Alessandri, que sólo fueron aprobadas tras la protesta de los jóvenes oficiales reformistas en 1924, echando por tierra la institucionalidad de la época.
En suma,los grandes procesos de reformas sociales que han contribuido a ensanchar y profundizar la democracia en Chile han encontrado un motor en la Presidencia y un freno en el Congreso.
Quizás esto explica porqué este acuerdo no es tan “singular” ni “especial” como se ha querido mostrar.
El acuerdo nacional-falangista es, entonces, un acuerdo conservador, que camina en el sentido contrario al de los requerimientos ciudadanos y que tiende a institucionalizar y consolidar el empate ficticio del sistema político chileno, más que a destrabarlo.
No entrega más atribuciones al Congreso, como podría ser el aumentar radicalmente las materias sujetas a iniciativa parlamentaria para proyectos de ley; no entrega más atribuciones a la ciudadanía, como podría ser el establecimiento de plebiscitos vinculantes o iniciativa ciudadana de ley y, por otro lado, destruye la única institución de nuestro sistema político que se ha mostrado en algunas ocasiones permeable a los anhelos de democracia y justicia social de las grandes mayorías.
Lo que han hecho Carlos Larraín e Ignacio Walker es confundir el debate que los sectores reformistas de sus respectivos mundos estaban impulsando y ponerle encima una propuesta sacada de la más rancia de las aspiraciones de la política señorial chilena, la destrucción de la Presidencia de la República.