Nuestro mundo contemporáneo asiste a nueva ola de reivindicaciones por el reconocimiento de ciertos derechos, que se reputan esenciales tanto para la libre elección individual como para la autodeterminación colectiva de los seres humanos.
Son los llamados derechos del hombre, derechos constitucionales, derechos fundamentales o, en su acepción más moderna, derechos humanos, que demandan del Estado y de la sociedad el deber de respetarlos y protegerlos.
Porque desde el momento que el individuo, en su calidad de persona humana, tras una extensa evolución histórica de permanentes luchas políticas, ha logrado ser reconocido como el único ser viviente capaz de crear y transformar su vida y su entorno sin la interferencia de los demás seres humanos, nace el esfuerzo activo de la comunidad para exigir al poder político el reconocimiento de la inviolabilidad, autonomía y dignidad de cada ser humano, único e irrepetible.
“Los derechos individuales –como ha dicho el célebre jurista norteamericano Ronald Dworkin- son triunfos políticos en manos de los individuos. Los individuos tienen derechos cuando, por alguna razón, una meta colectiva no es justificación suficiente para negarles lo que, en cuanto individuos, desean tener o hacer, o cuando no justifica suficientemente que se les imponga alguna pérdida o perjuicio.”
Por ello, el respeto y la protección de los derechos humanos constituyen la principal dimensión de la democracia política como fuente de legitimidad del poder del Estado.
Porque sin estos derechos sería imposible para nosotros, los ciudadanos, controlar la responsabilidad de los actos de la autoridad, y ni siquiera podríamos elegir a los representantes a través de unas elecciones libres, periódicas e informadas.
En suma, los derechos humanos son el “coto vedado” que evita que el autogobierno de la sociedad, entendido como gobierno de la mayoría, se convierta en “tiranía mayoritaria”.
Sin embargo, tal como advierte el destacado jurista chileno Agustín Squella, los derechos humanos “no están escritos todos y de una vez para siempre como las tablas de la ley que Moisés recibió en el Sinaí”. Sino, como dice el gran filósofo italiano Norberto Bobbio, tales derechos “nacen cuando deben o pueden nacer, “cuando el aumento del poder del hombre sobre el hombre (…) crea nuevas amenazas a la libertad del individuo o bien descubre nuevos remedios a su indigencia”.
En consecuencia, siendo los derechos humanos fruto de una evolución históricamente condicionada por intereses y necesidades divergentes, que emergen en determinadas épocas y lugares distintos, constituyen una categoría variable y heterogénea.
Variable, por cuanto el catálogo de los derechos humanos –como sostiene Bobbio- “se ha modificado y va modificándose con el cambio de las condiciones históricas, esto es, de las necesidades, de los intereses, de las clases en el poder, de los medios disponibles para su realización, de las transformaciones técnicas, etc.” Y heterogénea, porque “la categoría en su conjunto contiene derechos incompatibles entre sí, es decir, derechos cuya protección no puede ser atribuida sin restringir o suprimir la protección de otros.”
Piénsese en el ejercicio de la libertad de expresión frente a la protección de los derechos a la vida privada y honra de las personas, o en el derecho a una educación pública, gratuita y de calidad frente a la libertad de enseñanza en su modalidad empresarial.
Se trata de libertades y derechos que representan intereses y necesidades incompatibles entre sí, y cuya práctica se manifiesta en una relación agonista, enfrentada, de permanente conflicto.
¿Significa esto que para convivir pacíficamente como sociedad, debemos optar sólo por algunos derechos humanos y que estamos condenados a desechar otros?
No, para ello existen los límites de los derechos, que imponen tanto las constituciones y las normas internacionales que los garantizan como las leyes especiales que los regulan.
De modo que los distintos derechos puedan ser delimitados unos respecto de otros de la manera más armónica posible, evitando interferencias mutuas, que expongan a sus destinatarios a la indefensión y a la incertidumbre.
Ahora bien, por más armónicas que procuren ser las delimitaciones entre los derechos desde un punto de vista abstracto, en determinados casos concretos, sin embargo, pueden producirse interferencias entre los mismos, generándose auténticas colisiones de derechos. Ya no desde las reglas de derecho positivo que los proclaman o los regulan, sino desde los principios ético-políticos que los fundamentan y dotan de sentido.
Un importante número de analistas constitucionales y un vasto sector de la jurisprudencia internacional y comparada, coinciden que cuando un tribunal conoce un caso concreto en que se produce esta clase de conflicto, debe recurrir a los principios ético-políticos que fundamentan, respectivamente, a cada uno de los derechos en disputa, luego ponderar la dimensión del peso o la importancia de cada uno de ellos, relativa a la situación específica, y finalmente decidir cuál de ellos habrá de prevalecer.
De modo que frente a un caso de colisión entre la libertad de información y el derecho a la intimidad, por ejemplo, el sentenciador puede optar por la protección de aquella y desestimar la reivindicación de ésta, y en otro caso distinto, en que colisionan los mismos derechos, pero donde las circunstancias son completamente diversas, puede perfectamente resolver de manera contraria.
Este razonamiento, que se conoce como ponderación, tiene por finalidad que las restricciones a los distintos derechos, que de hecho colisionan, se apliquen de manera proporcionada, vale decir, respetando el contenido esencial o núcleo duro de cada derecho.
Contra esta línea de argumentación, hay quienes piensan que el análisis de los principios es una cuestión meramente especulativa y que los límites que fijan las reglas de derecho positivo, aprobadas por un congreso o un parlamento, son suficientes para resolver las controversias.
O más restrictivamente: que mientras las delimitaciones fijadas por normas expresas sean suficientemente claras, los conflictos de derechos son una cuestión puramente aparente y que basta con aplicar esas normas, sin importar si las consecuencias de tales aplicaciones se traducen en resoluciones desproporcionadas para los derechos que queremos proteger.
En cambio, admitir que las normas de derechos humanos, además de ser reglas obligatorias, son también principios agonistas, que pueden entrar en conflicto en ciertos casos concretos, precisamente por emanar de intereses y necesidades divergentes, significa valorar positivamente la pluralidad de formas de vida: adoptar una actitud pluralista, entendida como coexistencia pacífica entre los distintos modos de vivir (“modus vivendi”).
Como puede observarse, el debate sobre la protección de los distintos derechos humanos, que reivindicamos a diario, nunca ha sido ni podrá ser pacífico, mientras la propia historia del ser humano y su permanente lucha por su inviolabilidad, autonomía y dignidad sea un campo de fuerzas, que los propios seres humanos elegimos crear y transformar a cada instante.
Isaiah Berlin, un lúcido pensador británico del siglo XX, decía: “Estamos condenados a elegir, y cada elección puede conllevar una pérdida irreparable”, porque tal como dijo el clásico filósofo Immanuel Kant, “con una madera tan torcida como aquélla de la que está hecho el hombre, no se puede tallar nada derecho”.
De ahí el carácter agonista de aquellas pretensiones y necesidades humanas que tallamos imperfectamente como “derechos humanos”.