Justo el día que culmina la serie más vista de aquellas que indican que en la TV de Chile comienza a correrse el “tupido velo” sobre las violaciones a los derechos humanos fundamentales ocurrido bajo la dictadura de Pinochet, nos anuncian que Viviana Díaz ha obtenido el Premio a los Derechos Humanos otorgado por el Instituto que el Estado de Chile ha encargado del tema.
Es como un feliz corolario del año en que Los ochenta, Los Archivos del Cardenal, y un programa de Canal 11 basado en el degollamiento de tres profesionales comunistas, pusieron a niveles del público masivo horrores que durante décadas fueron sólo angustia de iniciados.
Viviana Díaz es de mi generación y la conocí cuando ambos no alcanzábamos la treintena; sin embargo, perteneció al colectivo de las viejas, agrupación de familiares de desaparecidos que llegó a presidir.
Una veinteañera que devino en vieja porque la dictadura y su aparato represivo determinaron que su padre, el dirigente comunista Víctor Díaz, no debía seguir poblando esta tierra que lo vio nacer. Así de simple, así de brutal: una política de exterminio que un oficial descendiente de cosacos exponía entonces en Villa Grimaldi a sus torturados.
Viviana Díaz tiene sus mejillas permanentemente sonrosadas y su gesto inequívoco de que es hija del rostro que aparece en la foto que cuelga de su cuello, como una maldición inmerecida.
Viviana Díaz tiene una voluntad inquebrantable y la transmite a quienes la conocen.
Viviana Díaz es símbolo de una búsqueda que primero fue de indicios, luego de cuerpos, más tarde de justicia y hoy de reconocimiento de una sociedad que debe tener grabado a fuego el “nunca más”.
El mismo que es necesario reiterar en exposiciones, películas, libros, premios, discursos, teleseries, grabados, testimonios, que no permitan olvidar nuestro holocausto perpetrado por compatriotas enajenados por el odio que el Cardenal Silva Henríquez, ese profeta, proclamó que había que matar “antes de que el odio mate a Chile”. Y estuvimos cerca.
Salvamos por las Vivianas Díaz que salieron a la calle con su profunda tristeza y entrañable energía, con añosas fotografías como collares que pesaban en la conciencia de los represores y no en el cuello de sus dignas portadoras.
Quizás entonces, reparamos en que si queríamos cambiar a este país, debíamos mirar a sus mujeres, a sus viejas que no trepidaron en bailar solas para demostrar el inconmensurable vacío que deja la ausencia.
Vacío que comienza a llenarse cuando los villanos de verdad pasan a ser actores de TV intentando representarlos y la sociedad comienza a reconocer a héroes y heroínas de esa tragedia vivida como el más perfecto de los reality, el de la muerte posible tras cada frenazo en la noche de queda.
Heroínas como Viviana Díaz que probablemente hoy se sonroja, de modestia, por un premio más que merecido.