Es casi una perogrullada sostener que las grandes movilizaciones sociales, que marcaron este 2011 en Chile, han sido (y seguirán siendo) el fiel reflejo de muchas demandas sociales, que habían sido morigeradas (aunque en ningún caso postergadas) desde nuestra reincorporación a la vida democrática en 1990.
Dos décadas después, los jóvenes han salido nuevamente a las calles para demandar igualdad en condiciones mínimas de vida, como el derecho a una educación pública, gratuita y de calidad. Así como el mejoramiento de la libertad política, en aras de hacer más participativa a nuestra limitada democracia representativa, legitimada por una Constitución heredada de la dictadura militar.
Más igualdad social y más participación en las decisiones colectivas o de gobierno son demandas que desde hace doscientos años de historia occidental, han sido canalizadas por dos grandes vertientes políticas: la democracia liberal y la redención revolucionaria. Ésta última nació como respuesta a la insuficiencia de aquella para satisfacer las reivindicaciones contra la desigualdad y la exclusión social, generadas por la hegemonía del sistema capitalista.
Éste fue el gran debate mundial en la década de los ’60, y que en las democracias occidentales europeas y angloamericanas fue resuelto a favor de la democracia liberal hace más de veinte años.
La gran decepción provocada por la sistemática represión política, practicada por la vertiente autoritaria del socialismo en Europa del Este, Asia y Centroamérica, sumado al fracaso de la planificación centralizada como estrategia económica, hicieron descartable a la redención revolucionaria como alternativa de cambio.
Sin embargo, en América Latina esta dicotomía todavía se mantiene vigente, producto de nuestra sempiterna tradición centralista y patrimonialista, cuya corrupción política ha sido la principal fuente de nuestras ignominiosas desigualdades sociales y de nuestra imposibilidad de alcanzar mayores niveles de desarrollo. Lo que nos ha impedido, como consecuencia, exorcizarnos del populismo autoritario como respuesta emancipadora y su falsa promesa de cambio revolucionario, capaz de sacrificar incluso el ejercicio de las libertades públicas y los derechos políticos con tal de perpetuarse en el poder.
Este problema ha sido analizado por muchos historiadores, politólogos y sociólogos, entre los que se destaca el connotado historiador mexicano Enrique Krauze, director de la prestigiosa revista “Letras Libres”. En su más reciente obra, “Redentores. Ideas y poder en América Latina”, retrata con maestría el ideario de doce personajes claves de la historia de nuestro continente.
La figura central de este libro es el célebre poeta y ensayista mexicano, Octavio Paz, el penúltimo escritor latinoamericano en recibir el Premio Nobel de Literatura, veinte años antes que lo recibiera el gran novelista y ensayista peruano Mario Vargas Llosa, quien también es retratado en esta magnífica colección de ensayos.
Nieto de un reformista liberal, Ireneo Paz, e hijo de un caudillo zapatista, también llamado Octavio, Paz encarnó tanto la redención revolucionaria como la democracia liberal. De ahí el protagonismo y la influencia que Krauze reconoce en su obra a este célebre escritor mexicano.
Sin haber dejado nunca de ser un hombre de izquierdas, Octavio Paz defendió siempre una idea de libertad sin cortapisas, que en un primer momento de su vida encontró en el arte surrealista, cuyo máximo exponente fue el poeta y ensayista francés André Breton. Pero al igual que la gran mayoría de los jóvenes intelectuales de los años ‘30, también sentía nostalgia por recobrar el orden perdido.
Aquel orden lo entendía como una “armonía entre las creencias, las ideas y los actos”, que habíamos heredado del nuestro pasado colonial, y que durante el siglo XIX fue desgarrado por un proyecto modernizador liberal burgués de corte autoritario, que impuso una institucionalidad individualista, perteneciente a una tradición europea ilustrada, completamente ajena a nuestras raíces culturales precolombinas y cristianas, provenientes de ese pretérito enterrado.
Una modernización ilustrada, que a la par de sus progresos aparentes, generaba exclusión y marginalidad en el mundo rural, sobre todo en los pueblos originarios, que hasta hoy forman parte del núcleo esencial de nuestras naciones hispanoamericanas.
En este sentido, Octavio Paz creyó por muchos años en la necesidad de instaurar un nuevo orden, una redención, que nos permitiera recobrar esa unidad perdida, reencontrándonos entre nosotros mismos desde nuestra propia heterogeneidad cultural, y así emanciparnos de nuestra soledad. Esperanza que depositó en el proceso de la Revolución Mexicana y en la Revolución Socialista.
En su obra de ensayo más trascendente, El laberinto de la soledad, publicada originalmente en 1950, hay una frase que sintetiza fehacientemente esta creencia: “Quien ha visto la Esperanza, no la olvida. La busca entre todos los cielos y entre todos los hombres. Y sueña que un día va a encontrarla de nuevo, no sabe dónde, acaso entre los suyos. En cada hombre late la posibilidad de ser o, más exactamente, de volver a ser, otro hombre.”
Sin embargo, las denuncias contra los crímenes de Estado acontecidos en los campos de concentración en la Unión Soviética, la publicación de la obra Archipiélago Gulag del escritor ruso Alexander Solzhenitsin, las confesiones del poeta Heberto Padilla sobre su encarcelamiento arbitrario sufrido en Cuba, entre otros episodios, provocaron en Octavio Paz su más ferviente repudio, profunda decepción y posterior alejamiento de la praxis marxista como alternativa de cambio.
No por su contenido igualitario, sino por tratarse de una brutal tiranía que usurpaba el nombre del socialismo, al que por cierto él seguía adhiriendo firmemente.
De esta forma, reforzó su apología del valor de la libertad, especialmente en el mundo de las artes y la expresión del pensamiento, haciendo suya la democracia liberal y su idea de la separación de poderes, como único medio posible para defender los cambios sociales desde el respeto a la diversidad de formas de vida, tanto individuales como colectivas, y –sobre todo- recogiendo la crítica de la sociedad como retroalimentación necesaria.
Otro episodio que marcó su hostilidad contra toda forma de tiranía, fue la matanza contra cientos de estudiantes mexicanos en la plaza de Tlatelolco en 1968, que lo motivó a renunciar públicamente a su cargo de embajador de México en la India.Asimismo, manifestó su más sentida condena a los golpes y las dictaduras militares de derechas, que se impusieron en el cono sur a partir de los años ‘70.
Pero no obstante su adhesión a la democracia liberal, Octavio Paz siguió siendo un crítico categórico del predominio del mercado. En los últimos años de su vida, ya cuando se habían desplomado los socialismos autoritarios y el comunismo en casi todo el mundo, fue enfático en señalar que “la propiedad no es ni puede ser el valor supremo. La riqueza debe estar sujeta al control de la sociedad como el poder político debe estar sujeto a la crítica de la sociedad. (…) El remedio para los males de nuestra sociedad no es únicamente el mercado. El remedio es la democracia real, extendida a todos los órdenes: el económico, el político, el social.”
Y al igual que otros intelectuales de su tiempo, como el gran filósofo italiano Norberto Bobbio, Paz abogó por una fina combinación de liberalismo y socialismo: “Debemos repensar nuestra tradición, renovarla y buscar la reconciliación de las dos grandes tradiciones políticas de la modernidad, el liberalismo y el socialismo. Me atrevo a decir que éste es “el tema de nuestro tiempo.””
Hoy, cuando nuevamente emergen demandas de cambio social en la sociedad chilena hacia una mayor igualdad y una mejor democracia, ya no desde los partidos políticos, como ocurrió hace cuatro décadas, sino desde la sociedad civil, producto de una crisis de representatividad, que cada día se torna más evidente, el pensamiento político de Octavio Paz es un referente imprescindible para sostener nuestras legítimas reivindicaciones a la burocracia con más democracia, más pluralismo, más libertad, más igualdad y más fraternidad.
Rehuyendo de los cantos de sirena de la falsa redención populista y evitando así la tentación de sustituir un centralismo por otro.
Porque de lo que se trata es de ampliar el horizonte de los derechos humanos, que nos pertenecen a todos y a cada uno de nosotros, y para ello es necesario poner límites a toda manifestación de poder, provenga del Estado o del gobierno privado.
Sólo así podremos (y debemos), como decía el célebre escritor mexicano, “mirar de frente a la gran noche del siglo XX. Y para mirarla necesitamos tanto a la entereza como a la lucidez: sólo así podremos, quizá, disiparla.”