La presente será la primera de una serie de reflexiones en las que buscaré caracterizar las oportunidades que hoy se ofrecen a América Latina en el marco de la crisis global.
Para adelantar conclusiones y hacer más comprensible la lectura de este texto, mi opinión es que nuestra región vive uno de los momentos más promisorios y favorables de las últimas décadas. Esto ofrece claramente una oportunidad. Del comportamiento concreto que tengamos dependerá que esta no sea una de las muchas oportunidades perdidas que muestra nuestra historia.
Partamos, como corresponde, por una conceptualización de la situación global.
Hace solo un par de semanas, el destacado historiador de las Relaciones Internacionales, Paul Kennedy, actual Director de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale, planteó el asunto de fondo que desde hace un tiempo ronda a todos los expertos en estos temas. ¿Hemos entrado en una nueva era? A su juicio, los datos objetivos indican que es así para lo cual además de valorar la rapidez y magnitud del cambio tecnológico que vivimos, acude a cuatro indicadores.
Primero, la pérdida de valor del dólar estadounidense como divisa única o dominante en la economía mundial, lo que está directamente asociado a una declinación gradual de la hegemonía internacional de Estados Unidos.
Luego, la parálisis del proyecto europeo y el riesgo de que un encadenamiento de las recesiones lleve al fin de la experiencia de integración, tal como fuera definida en Maastricht en 1992.
En tercer término, el surgimiento de China como gran potencia emergente que ha logrado una dinámica asociación en el Asia del Pacífico con Japón, Corea del Sur, Indonesia, India e incluso con Australia.
Estos gobiernos asiáticos, nos subraya Kennedy, “además de su poderío económico, están construyendo armadas para navegar en aguas profundas y nuevas bases militares, adquiriendo aviones cada vez más avanzados y probando misiles de alcance cada vez mayor”.
Un cuarto rasgo del actual contexto es la lenta y creciente decrepitud de Naciones Unidas que ya no puede conducir un orden mundial.
La inmensa recesión, iniciada con la quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008, se ha prolongado y profundizado más allá de todas las estimaciones iníciales, replanteando la urgencia de establecer un nuevo sistema internacional.
El problema de nuestro tiempo es que en los últimos veinte años—desde la caída del Muro de Berlín y del fin de la Unión Soviética, que clausuraron la Guerra Fría—hemos vivido un inédito agolpamiento de anuncios de “nuevas eras internacionales”.
Primero, tras el fin de la URSS, se instaló la imagen de un mundo unipolar en que Estados Unidos tenía un poder casi ilimitado, en especial en las esferas militar y comunicacional.
Se hablaba entonces de una amplia capacidad de intervenciones militares externas y así pareció probarlo la primera Guerra del Golfo Pérsico, para evitar la anexión de Kuwait por Irak.
Pero solo once años después, con los ataque a las Torres Gemelas en Nueva York y al Pentágono en Washington, Al Qaeda puso a temblar a Estados Unidos y modificó la anterior imagen de una superpotencia sin límites. Entramos a la lucha global contra el terrorismo de G.W. Bush y a las intervenciones militares preventivas en Afganistán e Irak.
Entonces, la imagen de un desgaste acelerado de las capacidades de Washington, reemplazó a la del “gendarme global de la etapa previa”. Pero la lucha contra las acciones terroristas del fundamentalismo islámico también duró poco, pues la recesión actual ha afianzado las tendencias que la situación internacional perfilaba.
En la primera década del siglo XXI, la economía china creció a un promedio de 10.3% anual, mientras que la de Estados Unidos lo hizo solo a un 2%. Aunque las distancias todavía son grandes, en los centros de análisis estratégicos de Washington el asunto central ha pasado a ser en qué momento el PIB de China sobrepasará al de Estados Unidos al avanzar este siglo.
Pero China no solo ha pasado a ser una potencia emergente, sino que desde 2007 ha establecido un bloque—el BRICS—que suma su fuerza a la de Brasil, Rusia, India y Sudáfrica. En su conjunto, esta coalición de cinco países emergentes muestra mucho más dinamismo que el G7, donde Estados Unidos se asocia con los demás países desarrollados.
En corto tiempo dejó de ser regido por los países centrales y se halla ante una competencia de estos con el bloque de naciones emergentes que aventajarán, económicamente, al G7 en algún momento de la década que se inicia el 2030.
Nuestro tiempo es, de este modo, un período atípico en que no termina de consolidarse un orden internacional de remplazo del que se negoció al concluir la Segunda Guerra Mundial—en Bretton Woods, en el plano económico con la creación del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional—y en San Francisco, en el ámbito político, con la creación de Naciones Unidas y su estructura de poder, basada en un Consejo de Seguridad que consagraba la primacía de Estados Unidos y la Unión Soviética, los vencedores de las potencias del Eje.
La transición internacional de la Posguerra Fría se ha arrastrado por más de dos décadas y recién ahora podemos empezar a identificar las piezas que darán lugar a un orden de remplazo del que ahora prevalece.
En este complejo contexto, la posición de América Latina resulta muy favorable, particularmente en lo que hace a los países de América del Sur.
Lejos de la amenaza de los circuitos del terrorismo de las organizaciones fundamentalistas ligadas al Islam y fuera, también, del epicentro de los países afectados por la recesión económica actual, somos de las regiones que se repuso luego de la contracción iniciada en 2008 y que muestra perspectivas económicas, por primera vez en décadas, muchísimo más favorables que las de Estados Unidos y los países desarrollados.
Nuestro desafío es actuar con una perspectiva económica y geopolítica que nos ofrece ocasiones mucho mejores para aumentar nuestro protagonismo y peso internacionales.