Acostumbran a ponerse en una esquina con una mesita plegable o a ofrecer sus productos en los bares.Son negros, altos, delgados, como príncipes africanos, visten con colores alegres y cargan un maletín negro imponente.
Son senegaleses, me dijo una noche una chica en el bar Yrigoyen, frente a la Plaza del Congreso, y yo quedé mirando al negro que en ese momento, con la maleta abierta, nos ofrecía relojes y chucherías. Está lleno de ellos, agregó la chica como si fueran una plaga.
¿Son falsos?, pregunté refiriéndome a los relojes, y la chica sólo se encogió de hombros y pidió otra cerveza.Era pleno invierno. Hacía frío y yo me preguntaba cómo el pobre senegalés aguantaba esa temperatura.
Pasó el tiempo y continué viendo a negros, altos, delgados, como príncipes africanos, en distintos bares.
Alguna vez incluso pensé que era el mismo, pero un día vi mi error; así es que eran varios, y por lo general interrumpían una conversación y tras el “no” o el gesto se iban sin insistir ni decir nada.
De hecho nunca los he escuchado decir una sola palabra, por lo que una vez llegué a pensar que los senegaleses que deambulaban por las calles de Buenos Aires eran víctimas de la violencia política de su país y que se les había cortado la lengua. Pobrecitos, exclamé en voz baja, cuando una tarde vi a dos de ellos cruzando una calle, cada cual con su maletín negro.
Un día me di cuenta de que no podía asegurar que estos príncipes africanos que vendían chucherías eran senegaleses, me estaba basando en una información entregada por una chica en un bar, por lo que decidí recurrir a Los Cuadernos de Antropología Social del 2009 y al artículo “Allá en África, en cada barrio por lo menos hay un senegalés que sale de viaje: la migración senegalesa en Buenos Aires”.
En el se detallaba el aumento de esta población. En 2001 de los africanos en Buenos Aires, sólo un seis por ciento era de Senegal, pero entre 2006 y 2008 de las casi seiscientas solicitudes de refugio recibidas por el Comité de Elegibilidad para los Refugiados (CEPARE) casi cuatrocientos cincuenta eran de senegaleses. De hecho desde hace más de dos años existe la Asociación de Residentes Senegaleses.
Por lo general, según el estudio, los hombres migran solos, sin sus familias, porque su intención es “ahorrar dinero y regresar en algún momento”.
Lo más interesante del informe es que confirma lo que dijo la chica en el bar: cuando llegan, se van a vivir a una pensión del Barrio Once, lugar donde reside la inmensa mayoría, y “gestionan inmediatamente el préstamo de mercadería junto al ‘maletín negro’ en el cual se transporta y se ofrecen anillos, cadenas, relojes y pulseras”.
Lo que no sabía era que parte de esa mercadería venía de Brasil, otra parte de Senegal y otra de locales del mismo Barrio Once, en donde aparte de africanos también hay peruanos, chinos, rusos y otros inmigrantes.
A finales del 2010 estuve en el lanzamiento del rally París-Dakar aquí en Buenos Aires, rally que ahora sólo conserva el nombre, pero no me percaté de la presencia de ellos. Quizá porque esos quince días en que estuve alojé en La Paternal, lejos de los barrios que ellos acostumbran a circular: básicamente todos los del barrio sur, como San Cristóbal, Balvarena, Montserrat, Constitución… No los vi, ¡pero estaban!
Y lo paradójico es que para la partida del rally, todos los senegaleses debieron haber sido espectadores de primera fila, ya que la mayoría proviene, precisamente, de Dakar.
Recuerdo que ese día estaba almorzando a cinco cuadras de la largada. Tal vez simplemente no los quise ver.