Comentamos en estas columnas la situación que se produjo cuando un grupo de manifestantes se tomó las oficinas del Senado en Santiago.
Fue un momento sin duda difícil, que opté por resolver a través del diálogo y de la negociación; en la vereda del frente quedaron aquellos que habrían optado por el uso de la violencia para desalojarlos, conforme a una tristemente vigente tradición autoritaria.
Los mismos que decidieron presentar una moción de censura en mi contra, para poner término anticipado a mi periodo como Presidente de esta corporación.
Esa moción no prosperó, debido a que los que sostenemos la vigencia y el valor de la democracia y del diálogo somos más.
Mi tesis de entonces y de ahora, que contó con el apoyo de la mayoría de los senadores, es que una institución democrática tiene que usar, por sobre todas las cosas, el diálogo, y no formas violentas y represivas, para resolver los conflictos.
No es difícil de entender. Y sí es difícil entender que no exista unanimidad al respecto, y más todavía en un momento en que las instituciones políticas han perdido legitimidad porque abandonaron a la ciudadanía y la gente tiene la percepción de que terminan defendiendo los intereses de grupos poderosos de la sociedad y no los de todos los ciudadanos.
Es preocupante. El Estado tiene el monopolio de la fuerza, a condición de que la use bien y en defensa del bien común. No tiene carta blanca para ejercer la represión y la violencia.
Tenemos derechos consagrados en la carta fundamental que regulan estas materias. Pero ocurre que a este gobierno le cuesta mucho dialogar.
Por eso no quiere legitimar como un actor de cambio al movimiento social que llevan adelante los estudiantes. Es que, si dialoga, tendrá que explicitar su defensa de cuestiones que considera inamovibles, aunque las grandes mayorías las rechacen: el derecho al lucro, la negativa a elevar los impuestos, la concepción de la educación como un bien transable y no como un derecho ciudadano.
Por eso prefiere cerrar las vías y refugiarse en posiciones autoritarias desde donde esgrime razones sin avenirse a ponerlas sobre la mesa y analizarlas en su mérito junto a las ideas de otros.
Yo insistí en que el correcto ejercicio de la autoridad se funda en la persuasión y en el diálogo, no en la violencia y la represión. La única manera de avanzar es con todos, de manera inclusiva. El Estado tiene el monopolio de la fuerza, sí, pero de ninguna manera el monopolio de la razón.