Sin pretender hacer una interpretación exhaustiva del tema, y contentándonos con algunas observaciones muy escuetas, si comparamos lo que Platón entendía como “Paideia” (educación), con lo que nosotros comprendemos bajo la palabra “educación”, constatamos de inmediato con asombro que no solo se trata de conceptos diferentes, sino, además, de ideas contradictorias.
En efecto, para Platón la paideia está dirigida hacia unos pocos individuos que serán finalmente los que sean capaces de salir de la caverna, esos que con esfuerzo y dolor lograrán elevarse hacia la comprensión de las ideas.
La paideia es un proceso individual, cuyo efecto es apartar al individuo de lo común, entendido como el mundo de la opinión, donde reina el poder de la apariencia y en el que será siempre imposible que alguien entienda cabalmente algo.
La verdad es de los que se apartan, jamás de los que se adaptan, razón por la cual es necesario hacer un difícil trabajo del espíritu para liberarse de los prejuicios colectivos, de las creencias y de los valores imperantes.
La paideia es equivalente a la liberación del espíritu y no tiene nada que ver con nada exterior a este proceso, que, por eso mismo, conduce necesariamente hacia la filosofía.
La educación, al revés, está dirigida hacia la masa. Se considera un gran avance que grandes mayorías tengan acceso a ella (Platón miraría este objetivo con escepticismo y seguramente con un cierto desprecio).
Lejos de dirigirse hacia la formación espiritual que haga posible el acceso individual a la verdad, la educación busca preparar a los que pasan por ella para entrar en el mercado del trabajo, busca formar en oficios y profesiones y, además, entregarle a cada individuo las armas que le permitan su mejor inserción en la sociedad.
Se trata entonces de una finalidad exactamente inversa a la que persigue Platón.
La educación trabaja para que los habitantes de la caverna se queden en la caverna y aprendan a ser felices en ella, para que asimilen los valores que reinan allí y para que adopten como propios los criterios comunes.
Por eso, para la educación, la paideia es subversiva y peligrosa.
Para la paideia, en cambio, la educación es un adiestramiento en la esclavitud y solo buena para miserables que no serán jamás capaces de pararse sobre sus propios pies.
¿Cómo es posible que algo que en la Antigüedad era comprendido de un modo, con el pasar de los siglos se haya transformado en su contrario?
Esa es la pregunta que los expertos en educación deberían permitirnos comprender en primer lugar.
Pero no seremos capaces de comprenderla si no logramos adentrarnos sin prejuicios en los enigmas que esta contradicción nos presenta.
Y es que en la mayoría de los casos, toda reflexión sobre la educación parte del prejuicio de que ella es incuestionable, necesaria, insoslayable.
La primera cosa que debiéramos superar entonces es esta presuposición de que la educación, tal como la hemos entendido hasta ahora, o tal como se la entiende habitualmente en nuestras sociedades occidentales, sirva verdaderamente para algo.
¿Y sirve verdaderamente para algo? ¿Para qué sería? El asunto es complejo.
No pretendemos resolverlo aquí. Solo se trata de dar algunas ideas.
Si le prestamos atención a Platón, pareciera haber una contradicción difícil de resolver entre educación dirigida hacia la sociedad y educación dirigida hacia el individuo, entre educación dirigida hacia la liberación y educación dirigida hacia la adaptación y asimilación.
Y entonces viene este otro problema: ¿uno es educado por otros, o toda educación es necesariamente auto-educación?
Y si esto es como parece ser, es decir, que toda educación es auto-educación y que, por lo tanto, enseñar es permitir aprender, ¿que rol verdaderamente eficaz juegan los profesores y las instituciones de enseñanza?
¿Cuáles son sus límites?
¿Quién educa?
¿Cualquiera que reciba una formación para ello?
¿O solo algunos que tienen ciertas condiciones naturales para influir en otros?
Y otra oposición surge entre educación entendida como formación profesional y educación entendida como formación personal: ¿dirigimos la educación hacia las necesidades del mercado profesional, o hacia las necesidades de sabiduría e independencia del individuo?
Y aquí aparece un nuevo problema: la oposición entre el saber y la erudición.
¿Enseñamos a ser más sabios, en el sentido de la sabiduría de la vida, o enseñamos a ser más sabios en el sentido de la acumulación de conocimientos?
Es evidente que en la situación actual este asunto parece zanjado: todo demuestra que entre estas dos oposiciones se ha tomado el camino de la acumulación de conocimientos.
¿Pero quién ha decidido que es esto lo que deba hacerse?
Y un nuevo problema: hay una situación de hecho en la educación, a la que hemos llegado por las diferentes vicisitudes históricas por las que ha pasado nuestra sociedad, en la que muchas cosas se han decidido sin haberlas pensado previamente, y una situación que aparece como horizonte buscado y que proviene de las elecciones que deberíamos hacer hoy día para lograr lo que queremos.
¿Cómo adentrarnos en lo que hacemos, para obtener por fin lo que deseamos?
Ante estos interrogantes, la pregunta “¿Sirve para algo la educación?” se muestra absolutamente pertinente.
Para responderla con responsabilidad, estamos obligados a volvernos hacia todas estas interrogantes buscando una respuesta que no las abandone y las deje atrás como cosas sabidas, sino que las mantenga como interrogantes, que no enturbie su carácter enigmático con respuestas fáciles, como parece haberse hecho siempre hasta ahora en nuestro país, especialmente hoy día en que precisamente el tema de la educación parece ocupar un rol central en los debates.
Nos quedamos entonces en las preguntas.
Finalmente, quizás sea precisamente es lo que hoy día nos falta, adentrarnos en las preguntas para comenzar a dejar de lado las respuestas que se han hecho insuficientes.
¿Alguien sabe algo de esto?
Por favor que lo diga. Dirigirse a www.cooperativa.cl