Hay una novela de César Aira en la que el protagonista toma café en la misma cafetería mientras repasa los años que ya ha vivido.
No sé si es “Cumpleaños” u otra, porque con las novelas de Aira me sucede que confundo las tramas y todas se me juntan en una gran novela, que como en uno de esos legos, uno va armando a su pinta.
Algunos construyen un dinosaurio, otros una casa, yo no sé. El punto es que cuando leí ese pasaje del protagonista interactuando con el mozo no supe a qué se refería. Ricardo Strafacce lo explica mejor en “La transformación de Rosendo”, en la que relata la vida de un conocido café ubicado en Paraguay y Scalabrini Ortiz.
Vida de barrio, a eso creo que apelaban ambas novelas, y por primera vez después de mucho tiempo sentí que estaba teniendo mi momento de vida de barrio, ya que por diez años viví en el centro de Santiago, en donde la cosa impersonal y el no-lugar se imponían.
Hoy vivo en San Cristóbal, en donde si bien hay avenidas y locales impersonales, es en las calles interiores por donde se abre paso la vida de barrio, con barcitos, almacenes, pastelerías, verdulerías de peruanos, supermercados chinos, lavanderías, en donde te tratan como habitué.
En este punto habría que describir un poco el barrio. Desde el río de La Plata, San Cristóbal está al oeste de Montserrat y de San Telmo en línea recta y más al este de Boedo y Caballito. Por ese eje se mueve.
Al contrario de otros lugares se consigue un buen salmón a precio módico, así como mariscos y calamares congelados en bandejas rústicas. El pescado y los calamares son tan o más baratos que en Chile, lo que hace que coma más pescado y calamares que antes.
San Cristóbal es un barrio más sucio que Palermo.Por ejemplo, la basura se acumula en las calles y por las noches las ratas circulan por el canto de las veredas. Pero no es un barrio decadente: hay edificios relativamente nuevos, como en el que vivo, y otros bastante bien conservados. La gente suele gritar más que en otros sitios, pero también, aunque suene extraño, es más amable.
Pese a haber entablado relación con las chicas de la lavandería, con los peruanos de la verdulería, con el español del café, no sentía que estaba haciendo vida de barrio hasta hace una semana, cuando fui a uno de los barcitos de barrio y me senté solo a ver un partido de fútbol en la tele. No recuerdo qué partido vi.
Pero sí al señor de la mesa de al lado –canoso, bien educado– que comía un plato de carne con verduritas y que de pronto me dijo: “Che, ¿de dónde sos?”.
En realidad el señor escuchó mi acento cuando le pregunté al mozo cuánto valían las cervezas.
“¿No querés?”, dijo mostrando su botella de cerveza medio llena, “pero pedí algo para comer”.
Con don Camilo nos pusimos a conversar de Chile, de educación, de política, y resultó ser que era profesor de educación física, que había estado casado y que ahora se estaba mudando de departamento pero en el mismo edificio.
Don Camilo me hizo sentir la vida de barrio que alguna vez sentí, cuando vivía en la Población Empart de Viña del Mar y los viejos me hablaban como si fueran familia.
Don Camilo me recordó a mi abuelo, con quien viví en esa población, y por eso me sentí como en casa después de mucho tiempo.
Eso sí, don Camilo, para la próxima invito yo.