La semana pasada terminó la tercera versión del Festival Internacional del Libro de Buenos Aires (FILBA). Participaron escritores de varios países –tres chilenos, entre ellos– y el Premio Nobel J.M. Coetzee.
Un tema de los muchos que se abordaron en las diferentes mesas llamó mi atención: Circuitos de Legitimación. O cómo hacer la pata, interpreté.
Como no soy un “escritor legitimado”, decidí aprender cómo se lograba eso, y bueno ahí adelante aparecieron mis guías: la española Elvira Lindo (diciendo que no sabía por qué la habían invitado a discutir sobre legitimación, y que ella solamente escribía), el chileno Sergio Missana (citando con desesperación a Borges y a Saer, que era como decirles a los argentinos cómo se hacía un buen asado) y el local Martín Kohan (que lució no por su brillantez, sino por el uso del sentido común).
La gente, reunida en buena cantidad, escuchaba con atención, aunque yo me imaginaba qué pasaba por sus cabezas cuando esos escritores hablaban.
Imaginé un caballo, un burro, un caballo diciendo burradas, un burro pegando caballazos, dos burros y un caballo. No me emocionó nada de lo que escuché.
Y como había llevado a una chica como compañía (para que aprendiera a legitimarse) y se terminó enojando con lo que, según ella, eran unos tipos que “no vivían la realidad”, llegué a mi casa bien temprano.
Nada de cervezas, ni de conversaciones, porque entre la recriminación de mi compañía y la desilusión por no haber encontrado la manera de hacer la pata, me había aburrido.
No soy de las personas que se dejan guiar por las primeras impresiones, así es que le di una segunda oportunidad al FILBA.
Cynthia Rimsky, la escritora chilena más “normal” de los chilenos invitados, me dijo que quería ir a comprar unos libros y yo, como buen caballero andante, la acompañé hasta la librería de un amigo, que también es editor de Mansalva.
Entre conversa y cerveza, de pronto estuvo decidido: iríamos al cóctel, si Dalia Rosetti, escritora argentina presente también en la librería, conseguía que la carreta de ese cartonero, que iba ayá, nos llevara al lugar del cóctel, a unas quince cuadras.
Dalia aceptó el desafío y negoció con el chico de la carreta, que resultó ser de Villa Fiorito.
Cuarenta pesos, cobraba, más del doble que un taxi.
Subimos a la carreta y llegamos al lugar del cóctel, que era en otra librería. Estos eventos son tan originales que uno ya no sabe qué pensar.
En el camino habíamos imaginado que habría gente afuera y que al vernos bajar de la carreta del chico de Villa Fiorito nos aplaudiría, pero no, sólo estaba el guardia de la librería.
Entramos. Y cosa curiosa: sólo había un puñado de escritores bebiendo copas de vino o vasos de cerveza con desgano. El resto eran trabajadores de la librería y del FILBA (buenos chicos, todos). Nada del glamour que había esperado Dalia Rosetti.
Aparte de conversar con autores y de beber, lo único rescatable fue que me quedé dormido.
A los dos días, Oliverio Coelho, otro escritor local (que por estos días anda en Chile “protestando”), me escribió un mail para invitarme a la fiesta final, pero le respondí algo vago.
De más está decir que aquella noche me acosté temprano. A esta edad, como solía decir mi abuelo, ya no ando para estos trotes.
Bueno, ésa fue mi experiencia en FILBA. Me gustaría contar que degollé a un escritor vivo, pero lamentablemente no encontré a ninguno y el cuchillo que tengo para estos casos lo dejé olvidado en una caja, en Santiago.