Las luchas de los estudiantes forman parte de la historia del movimiento popular chileno desde los albores del siglo XX.
A finales de los años 20, la movilización de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (Fech), con Salvador Allende como su vicepresidente y presidente del Centro de Alumnos de la Escuela de Medicina, contribuyó a la caída de la dictadura del coronel Ibáñez.
En 1967 y 1968, el movimiento por la reforma universitaria fue decisivo para la confluencia entre marxistas y cristianos y para la convergencia de las izquierdas en la Unidad Popular, vencedora con Allende en las elecciones de 1970.
Ya en la época actual, en abril y mayo de 2006 los estudiantes secundarios convocaron marchas multitudinarias, paros y ocupaciones de sus centros de estudios para exigir un cambio radical de las políticas educativas.
Hoy muchos de aquellos “pingüinos” están en la universidad y han contribuido al desmoronamiento de la gran coartada del neoliberalismo: la inexistencia de alternativas a las políticas sociales y económicas hegemónicas.
En los últimos meses, centenares de miles de personas han recorrido las principales calles de Chile para exigir el derecho a una educación pública de calidad y gratuita.
Con el apoyo masivo, plural e interclasista a las demandas del movimiento estudiantil, por primera vez la mayor parte de la sociedad impugna el modelo neoliberal que impuso la dictadura militar, que concibe la educación como un negocio para grupos privados sometidos a una laxa regulación estatal, como “un bien de consumo”, según la definición ofrecida recientemente por el presidente Sebastián Piñera.
“¡Y va a caer, y va a caer la educación de Pinochet!” es una de las consignas más coreadas, ya que la dictadura militar troceó la estatal Universidad de Chile y municipalizó la educación primaria.
Hoy un joven de estrato popular sólo puede acceder a la universidad endeudándose por décadas para hacer frente a unas tasas superiores a los 250 euros mensuales, en un país donde el salario mínimo no alcanza los 300 euros y el medio no supera los 800. No en vano más de cinco mil jóvenes han optado por “exiliarse” en Argentina para cursar allí sus estudios superiores.
La creatividad, la unidad, la combatividad y la capacidad propositiva del movimiento estudiantil han despertado la conciencia crítica de una sociedad herida por el terror de la dictadura, cautiva del pacto sellado por la Concertación y el pinochetismo para instalar una democracia tutelada a partir de 1990, ajena a unas formas de hacer política elitistas, arrogantes y excluyentes.
Uno de los momentos culminantes de este conflicto tuvo lugar el 4 de agosto, cuando el Gobierno denegó a los estudiantes el derecho a manifestarse por la Alameda, la principal arteria de Santiago.
La represión gubernamental se endureció y casi 900 jóvenes fueron detenidos. Con gran inteligencia y el recurso a las redes sociales, el movimiento estudiantil convocó a la ciudadanía a repudiar la intransigencia del Ejecutivo y aquella noche, como en los tiempos épicos de la lucha contra la dictadura, el eco de las cacerolas atronó en todos los rincones del país.
Y el 21 de agosto un millón de personas participó en el Parque O’Higgins de Santiago en el “Domingo familiar por la educación”.
“Nuestras demandas no representan intereses sectoriales, apuntan a la construcción de un país libre, justo y más democrático y para eso necesitamos una educación de calidad para todos”, afirmó la presidenta de la Fech y portavoz de la Confederación de Estudiantes, la geógrafa y militante comunista de 23 años Camila Vallejo.
Para lograr una educación garantizada constitucionalmente como un derecho social universal en todos sus niveles, “fundado en un sistema de educación pública, democrática, pluralista, gratuita y de calidad, orientado a la producción de conocimiento para un desarrollo integral e igualitario y a la satisfacción de las necesidades de Chile y de sus pueblos”, el movimiento estudiantil asegura que basta con una reforma tributaria y con la nacionalización de todas las minas de cobre concedidas al capital privado desde el golpe de estado de 1973.
Sus movilizaciones, junto con la reciente huelga general de 48 horas convocada por la CUT, las acciones en defensa de la Patagonia o la tenaz lucha del pueblo mapuche, tienen que servir también para tejer una alternativa política al neoliberalismo.
Los movimientos sociales y la izquierda están conquistando un apoyo social creciente a dos metas determinantes para el futuro del país: la superación del paradigma neoliberal y la elaboración, con una amplia participación social, de una nueva Constitución –verdaderamente democrática- que reemplace a la vigente, impuesta en 1980 por Pinochet.
Todas las encuestas detectan una caída en picada del apoyo a la coalición derechista de Piñera y a la Concertación, la alianza de socialistas, liberales y democristianos que gobernó entre 1990 y 2010, así como un ascenso de la izquierda.
El nuevo ciclo electoral que se avista en el horizonte, con las elecciones municipales de 2012 y las presidenciales y parlamentarias de 2013, debe servir para cambiar el rumbo de Chile.
Los estudiantes, que citan a Salvador Allende en sus consignas y leen sus discursos en defensa del derecho a la educación y la nacionalización del cobre, han logrado el despertar de Chile, hacer realidad el último anhelo de quien como ellos empezó a luchar muy tempranamente, junto con sus compañeros, por un país más justo y democrático.
Aquel deseo quedó grabado en la memoria democrática de la humanidad al final de un dramático e inolvidable discurso que resuena cada septiembre: “Tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.