El poder –especialmente el poder político- avanza hasta allí dónde encuentra un límite. Ello me parece que puede constatarse, empíricamente, de la experiencia humana relativa al fenómeno del poder.
Y además, como es sabido, el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente (la frase corresponde al afamado historiador británico Lord Acton la que, en inglés, literalmente expresa “Power tends to corrupt and absolute power corrupts absolutely”).
Es tanta la tendencia del poder a avanzar y corromper que puede volverse un fin en sí mismo, en que todos los medios valen para obtenerlo y una vez obtenido se quiere más de él, porque es como un manjar exquisito, del cual los poderosos jamás se sacian.
Si todo lo anterior es así -y yo pienso que así es- parece clave diseñar instituciones y procesos que pongan límites al poder político, que eviten su tendencia a la corrupción y absolutización y que permitan que el siempre pertenezca y vuelva periódicamente a cada uno y todos nosotros, sus únicos legítimos dueños.
Eso es esencialmente lo que busca hacer el régimen político democrático.
Pienso que además de las instituciones y procesos aludidos, el régimen político democrático requiere del sustento de ciertos valores ético-culturales, ciertas orientaciones básicas compartidas que señalan lo que debe ser y que nos permiten distinguir en política lo que está bien de lo que está mal, lo que es correcto de lo que es incorrecto.
En la primera parte de esta reflexión sobre Política y Ética me he referido a tres de tales orientaciones: el valor esencial de la vida humana y de su integridad; la dignidad y derechos de las personas y la fraternidad en las relaciones políticas.
Continuando, me parece que también es de la esencia de los valores políticos democráticos convertir el poder político en autoridad.
Esto es, hacer que quien tenga el poder lo haya obtenido y lo ejerza sin recurrir a la coacción más allá de aquella que le esté permitida por la propia sociedad organizada políticamente y sin arbitrariedades (tanto los gobernantes como los gobernados están sujetos a la Constitución y la ley, en lo que se denomina un Estado de Derecho).
Un poder político sujeto a la ley, aceptado voluntariamente y que se ejerce con respeto a la vida, la dignidad y derechos de las personas, sufre una especie de alquimia virtuosa y se transforma en autoridad.
Y, desde un punto de vista ético, a eso aspira o debe aspirar todo régimen político democrático.
Un quinto aspecto dice relación con el sentido que tiene obtener y ejercer el poder o el para qué se ejerce.
Y, éticamente, en un régimen político democrático el poder se ejerce, o debe ejercerse para el bien de todos, sin exclusión, buscando lograr que todos y cada uno de nosotros –y especialmente, aunque no exclusivamente, los más pobres y vulnerables- estemos en condiciones de alcanzar el máximo de nuestro bien, tanto en los aspectos económico-materiales como los del espíritu.
Un sexto aspecto dice relación con que el régimen político democrático valora y estimula la participación de todos en las instituciones y procesos democráticos.
Tal participación puede ejercerse individual u organizadamente en los partidos políticos, otros grupos organizados de la sociedad, a través del sufragio en elecciones periódicas, la proposición de proyectos de ley, los plebiscitos sean locales o nacionales, y todas las demás instituciones y procesos que hacen viable, efectiva y eficaz esa participación en algún nivel e intensidad, según las libres opciones de los ciudadanos.
Esto es, habida consideración que no todos ellos quieren participar en política y que los que desean hacerlo pueden optar por distintos niveles de intensidad.
Por último, séptimo, me parece que debe destacarse que la ética democrática incluye el respeto irrestricto a las minorías –que no son Gobierno ni gobiernan, pero deben ser respetadas en sus derechos.
Tal respeto incluye el derecho a la objeción de conciencia de quiénes consideren que una orden, mandato o ley de la mayoría es contraria a su deber y a sus derechos fundamentales, según se lo indique y exija su propia conciencia.
Finalmente, permítanme anotar que reconozco que lo expuesto en estos dos artículos sobre Política y Ética puede parecer algo abstracto.
Sin embargo me ha parecido que convenía aportar esta reflexión en medio de la intensidad de la vida política chilena, tan exigente -a veces tan dramáticamente exigente- que no nos permite mirar desde un ángulo menos contingente aquello que sucede día a día.