En la sociedad chilena se desarrolla, en buena hora, una controversia fundamental sobre el futuro de la educación.
El presidente Piñera dio un notable paso en falso al presentar un “Gran Acuerdo Nacional” cuya característica principal es que es… el acuerdo de nadie más que él.
Se olvida el presidente que los acuerdos, grandes o pequeños son entre distintos actores y no la voluntad unilateral y la imposición del que posee poder.
La sigla con que lo denominó fue la de “GANE”, connotando lingüísticamente una particular concepción al sugerir que la educación sería un asunto en el que se compite u obtiene beneficios.
Y frente a la reivindicación de más gratuidad, el presidente responde: “al fin y al cabo nada es gratis en esta vida”.
¿Nada? Como si todo lo que acerca a los seres humanos a sí mismos y a los demás (la introspección, el encuentro, lo sagrado, el amor, la amistad, la vida de familia, la buena vecindad, el compañerismo, la generosidad, el regalo, la reciprocidad) no fueran espacios y conductas de gratuidad por excelencia.
Como también la aspiración al goce de la naturaleza y al acceso al conocimiento y a la cultura, en este caso como gratuidades socialmente construidas. Y financiadas con una tributación justa, compatible con la dinámica económica, para que el acceso no esté determinado por la capacidad inmediata de pago.
Como diría el poeta Antonio Machado, “es de necios confundir valor y precio”. Los que actualmente nos gobiernan, y algunos que gobernaron antes, debieran reconocer que la mercantilización generalizada de la vida humana como valor positivo es tal vez su concepción, que han logrado imponer desde hace décadas, pero no la de toda la sociedad. Ni la de los jóvenes movilizados.
El movimiento estudiantil ha insistido justamente en que su reivindicación es el fin del lucro –es decir de la distribución de utilidades a los dueños de establecimientos privados- en la educación escolar, técnico-profesional y universitaria.
Y la recuperación o extensión de la gratuidad en el acceso a ella, financiada, por ejemplo, por los recursos que provee el cobre y hoy son sacados de Chile por unas pocas empresas transnacionales mineras que se adueñaron, porque así se lo hemos permitido, de un recurso nacional. Pero el gobierno se resiste a dar curso a esa discusión.
Hace suya una antigua visión liberal que, como sabemos, postula que la persecución del propio interés sería la conducta humana básica, y que además la promoción del afán de lucro sería la mejor manera de organizar la economía y la vida en sociedad, a través de las múltiples interacciones de la “mano invisible” del mercado, incluyendo la educación.
Esta visión es la que estuvo detrás de las reformas de los años ochenta (y noventa, cuando el senador Piñera condicionó la continuidad de la reforma tributaria a la introducción del financiamiento compartido en las escuelas subvencionadas) y ha inspirado la férrea y hasta ahora eficaz resistencia de los conservadores a permitir cambios en el sistema educativo para restringir los negocios -propios y ajenos- en el área.
Hay buenos argumentos para sostener que la visión individualista negativa y competitiva, según la cual cada ser humano solo persigue su propio interés, no se apega a la conducta humana realmente existente, además de ser éticamente reprochable (al desvalorizar el interés general) y económicamente ineficiente (al desaprovechar la cooperación sinérgica de todos los talentos).
Qué sería de nuestras vidas sin el altruismo que otros, cercanos o lejanos, nos regalan cotidianamente (recientemente estudiado en los niños con resultados sorprendentes a partir del primer año de vida).
Qué sería de la libertad moderna sin el individualismo positivo de los sujetos que producen su propia biografía, expresan legítimamente su yo, y desarrollan su autonomía y el “arte de la vida”, en la expresión de Ulrich Beck, pero ajenos a compulsiones competitivas y situados en el contexto, como subraya Edgar Morin, del nosotros de la vida familiar y social y de la responsabilidad con la pertenencia al género humano.
Desde la experimentación reciente en las ciencias cognitivas (Michael Tomasello, ¿Por qué cooperamos?, 2010) se nos informa que “los Homo sapiens están adaptados para actuar y pensar cooperativamente en grupos culturales hasta un grado desconocido en otras especies”, que “enseñar es una forma de altruismo, mediante la cual ciertos individuos donan información” y que “las hazañas cognitivas más formidables de nuestra especie, sin excepción, no son producto de individuos que obraron solos sino de individuos que interactuaban entre sí, y lo dicho vale para las tecnologías complejas, los símbolos lingüísticos y matemáticos y las más complicadas instituciones sociales”.
Interesantes noticias para la moderna economía del conocimiento, que no por casualidad cada vez valora más la cooperación en red.
Y para la educación: hay efectivamente algo que va contra lo propio de lo humano cuando esta actividad se entrega al afán de lucro, a los precios, al individualismo posesivo, cuando en realidad se trata de una tarea que trasciende a todo mercado: la de formar “ciudadanos cabales con la capacidad de pensar por sí mismos” (Martha Nussbaum, Sin fines de lucro, 2010).
¿No será ésta una buena explicación para el hecho que entre las 100 primeras universidades en el mundo prácticamente no hay entidades con fines de lucro?
¿No será este el correcto modelo educativo a adoptar: el reforzamiento presupuestario de las escuelas, institutos técnicos y universidades públicas a cambio de planes de desarrollo de sus funciones docentes y de investigación, en su caso, y con control periódico riguroso y transparente de sus resultados, junto a entidades privadas sin fines de lucro de alta calidad?
Se dice que esto es irrealista. Es cierto, hoy existe una realidad creada: la de muchas escuelas y decenas de instituciones de formación técnica con fines de lucro y sus alumnos, frecuentemente de bajos ingresos, con magros resultados.
Y universidades que incumplen la ley, y lucran. Pero esta realidad se puede transformar (como se mencionó en una columna anterior) haciendo efectivo el fin de las universidades comerciales o de sus mecanismos de extracción de utilidades y desarrollando en el resto del sistema establecimientos que operen sin recibir subsidios presupuestarios o tributarios.
O que se reconviertan a entidades prestadoras del servicio público educativo, terminando con el derroche del subsidio artificial de utilidades privadas y canalizándolo hacia el apoyo a los estudiantes.
Los del sector de instituciones de formación técnica sin fines de lucro debieran recibir sistemáticamente becas completas, estimulando las opciones atractivas y que son valoradas por las familias, alternativamente al ingreso a universidades bajo mínimos de calidad, caras, con alta deserción acompañada de mochila de deuda y con empleabilidad futura dudosa.
Un camino posible a recorrer para salir del conflicto que se eterniza es, tal vez, el de consagrar a la brevedad los principios de restricción al lucro en una reforma constitucional que sea la culminación positiva de la actual etapa del movimiento (evitando la pérdida del semestre o del año escolar) y programar un debate a corto plazo sobre los cambios legales a realizar con fechas precisas, con vigilancia activa de los actores sociales antes, durante y después de la aprobación parlamentaria, lo que no es incompatible con asistir a clases o… volver a suspenderlas si los acuerdos no se cumplen.
Si el gobierno se opone a legislar sobre un plebiscito para la educación, que al menos no se oponga a que se pronuncie el parlamento en materias de ley, poniéndose a disposición –ya que no parece dispuesto hasta aquí a participar en ellos en su defensa cerrada de la educación mercantil- de los consensos que emanen del diálogo razonado entre estudiantes, profesores y representantes parlamentarios.
Se trata de salir del actual callejón sin salida en base a respetar lo que la sociedad piensa (en la calle y en las encuestas, que son inequívocas en el apoyo al fin del lucro en la educación) y probablemente también una mayoría de sus representantes parlamentarios: la educación debe ser el espacio social de la construcción de la vida en común y de la igualación de oportunidades, y no el de la segmentación social y la consagración de las desigualdades y la discriminación por dinero.
No hay razones para no hacer una gran reforma que respete la voluntad de los ciudadanos.
Para terminar, otra cita, esta vez del economista François Perroux (no todos los economistas son unipolares o discípulos de Von Hayek): “Cuando el alto funcionario, el soldado, el magistrado, el sacerdote, el artista, el científico son dominados por el… espíritu de lucro y de búsqueda del mayor lucro, la sociedad se derrumba y toda forma de economía es amenazada. Los bienes más preciados y más nobles en la vida de los hombres, el honor, la alegría, el afecto, el respeto por el otro, no deben venir sobre ningún mercado; sin lo cual, cualquier grupo social vacila sobre sus bases”.