Hace unos años trabajaba en una parroquia de un sector muy vulnerable en una comuna de Santiago. El lugar estaba tomado por narcotraficantes que a la vuelta de la esquina vendían y consumían droga sin ningún escrúpulo.
En la parroquia durante algunas semanas estuvimos elaborando un sin número de reglas y normas para los papás que se habían inscrito para participar con sus hijos en la preparación de la primera comunión.
Los papás llegaban, se inscribían pero había que decirles desde un principio lo que esto significaba en términos de horarios, asistencias, ceremonias, reuniones etc. Todo para que apoyasen a sus hijos en esta formación que duraba dos años.
Teníamos listo el manual pensando que no habíamos dejado nada fuera de nuestro alcance cuando una de las catequistas cuenta que en su grupo hay una mamá que vende droga en la población. Buscamos en nuestro manual qué decía sobre esta situación y no encontramos respuesta.
Había algunas orientaciones para violencia intrafamiliar, para situaciones de extrema pobreza, para dificultades en el colegio, pero para esto nada. Unos decían que teníamos que echar a ella y su hija de la catequesis, que no era posible que una persona así estuviese en la parroquia y que más encima quisiera preparar a su hija para la primera comunión.
El manual no sirvió para nada y se produjo una álgida discusión entre los que no sabían qué hacer y los que la querían echar. Finalmente decidimos que la misma catequista iba a ir a hablar con ella para conocer mejor su situación y para invitarla a dejar la venta. Cuando fue la catequista a su casa conversó con ella y luego, a la semana siguiente, nos contó lo que había pasado.
La mujer le confirmó que vendía drogas, que vivía sola con sus cuatro hijos pequeños pero que le era imposible dejar lo que hacía. Si abandonaba la venta sus hijos no tendrían que comer. Ahí quedamos. No teníamos trabajo que ofrecerle, no teníamos otra forma de buscar una salida. Finalmente decidimos que obviamente no podíamos echar a su hija de la primera comunión y que íbamos a tratar de buscarle un trabajo y a tratar de convencerla para que dejase la venta.
Muchas veces en la Iglesia creemos que es más fácil vivir de las normas, del manual, de las reglas claras y distintas y que así podremos resolver muchas situaciones. Obviamente que hay un nivel donde eso funciona.
Sin embargo, los acontecimientos de la vida donde no nos sirve ninguno de esos manuales son los más frecuentes y los más impactantes para nuestra vida. Una salida, la más fácil, es aferrarnos a una respuesta fácil y evitarnos el problema, “hay que echarla de la parroquia”.
Otra salida es tratar de buscar una respuesta entendiendo el contexto de las personas y sus posibilidades. Lo anterior involucra mucho discernimiento, involucra mucho diálogo, involucra mucha apertura a la incertidumbre y el riesgo. Involucra la necesidad de buscar respuestas que no sabemos muy bien si serán las acertadas.
Para muchos cristianos hubiese sido mucho más fácil si Jesús nos hubiese entregado un pendrive con todas las respuestas a las situaciones complejas de nuestra vida. Sin embargo, no nos da un programa a seguir, sino que nos da su Espíritu. El Espíritu arriesga, el Espíritu ama, el Espíritu busca respuestas en medio de las dudas. Por lo tanto, recibir ese Espíritu es asumir adultamente que muchas veces es uno mismo el que tiene que buscar lo mejor que se puede hacer aquí y ahora.
Cuando no encontremos la solución justa y definida a una situación de nuestra vida no echemos a nadie de la familia, de la comunidad o de nuestra parroquia.
Tampoco corramos a preguntarle a alguien lo que debemos hacer evitando nuestra propia responsabilidad.
Al contrario, busquemos la respuesta junto al Espíritu que va paso a paso buscando.
No echemos, acojamos; no encubramos, saquemos afuera la verdad; no temamos, arriesguémonos a amar aún a riesgo de equivocarnos. La Iglesia más que nunca hoy necesita de esa presencia.