Por una cuestión de edad, entré en el segmento de los viejos nostálgicos, que tanto despreciamos cuando fuimos jóvenes. Colecciono revistas antiguas, me gustan las películas de antes y pese a que piso inseguro en las nuevas tecnologías, añoro el contacto directo, decirse las cosas a la cara, llamar por teléfono, opinar donde corresponde.
Lo digo frente al nuevo Wembley, rodeado de hoteles y outlets. Aunque no conocí el histórico, sospecho que conmovía más que este, una mole de vidrio con un arco gigantesco. Me gusta más el Londres tradicional que el moderno, y cuando veo el Támesis la catedral de San Pablo me luce más que el Pepino, el edificio moderno ícono de esta urbe.
En el lobby del hotel de la selección, mientras los jugadores entran y salen raudos al entrenamiento, Carlos Rivas los mira de lejos, callado y distante. El hombre que nos clasificó al Mundial del 82 y que tuvo historias irrepetibles con la “Roja” y Colo Colo sólo quiere dialogar, hablar y acortar las horas recordando. Supongo que preferiría a sus colegas que al grupo de periodistas que –con suerte y hago mi excepción- lo vio jugar, pero no están los tiempos para historias y el ejercicio de la nostalgia no corre para los que ahora están en la cima, aunque uno sabe que algún día también buscarán charla.
Cuando le comentamos a Carlos Rivas que Lucho Ibarra se había muerto se puso a llorar. Ahí mismo, frente al Wembley Arena, bajo el cielo iluminado de Londres. “Yo me casé gracias a él”, dice soltando las lágrimas con su señora al lado. “Le había prometido matrimonio para cuando firmara mi primer contrato profesional y don Lucho me llevó del Audax a Antofagasta, después de conocerme en una selección juvenil. Eso fue hace 35 años”, solloza.
Ibarra era conocido como El Turco y le voy a estar agradecido toda la vida yo también. Cuando empezaba mi trabajo en La Nación la primera nota que me encargaron fue con él, que había sido despedido recién de la U. Fue una charla larga en el Café Santos con una grabadora mala, que no registró ni un carajo de la entrevista. Desesperado –me habían dado dos páginas- lo llamé por teléfono y repetimos el ejercicio sin siquiera un reclamo. La titulé “Ibarra perdió su unicornio azul”, porque sonaba por esos días Silvio Rodríguez. Era 1984. Tres años después el fútbol le dio revancha: fue cuarto en un Mundial Juvenil.
No me quejo, pero estos tiempos me cuestan más. Ayer, cruzaron el bus de la selección delante de los periodistas para que no viéramos la práctica. Y los reporteros jóvenes, temerosos de perder una nota, esperaron todo el día en el lobby del hotel la llegada incierta de Arturo Vidal, sin tener la certeza de si iba a detenerse a hablar de una lesión que tiene en ascuas a los futboleros. Nada nuevo en el oficio. Esperas largas y prácticas escondidas hemos visto muchas y desde hace demasiado rato.
“No es cosa de fama, sino de cortesía”, dice Carlos Rivas. Y no es ni lo uno ni lo otro, creo. Son los tiempos que cambian. Hace un tiempo, nadie pensó que el símbolo de Londres, la ciudad del Big Ben y Buckingham, del Puente de la Torre o la Plaza Trafalgar iba a ser un pepino.