No existen palabras para expresar el dolor de esta derrota. Quizás porque lo de Chile era francamente emocionante en su resistencia. Quizás por esa pelota infame, que parece que no fue corner, que cayó bombeada después del desborde hiriente, que entró en cámara lenta entre los esfuerzos desesperados de Huerta, Henríquez y Melo. Quizás porque queríamos estirar la esperanza en una tanda de penales que volvía a emparejar las cosas.
Ghana nos eliminó con lo que preveíamos. Un tridente mortal (Assifuah, Aboagye y Acheampong), con fútbol más elegante y con el físico que siempre les sirvió –ante Portugal sobre todo- para imponerse en los minutos finales del partido. Fueron superiores y una estadística del partido así lo demuestra: remataron 41 veces al arco, contra 17 de Chile.
Un detalle: Chile tuvo más la pelota, siendo fiel a su estilo, pero las fuerzas de este equipo flaquearon sobre el final. Era una épica sostener la ilusión y, como en las grandes batallas, el destino se definió en los detalles, y no en la generalidad porque como suelen hacerlo los corajudos, las diferencias se redujeron con más corazón que cerebro.
La aventura del Mundial se acaba y se va en las lágrimas de Melo, Robles, Bravo y casi todos los muchachos que, como suele decirse en tantas derrotas del mismo tinte, lo dejaron todo, pero no bastó.
No hay sensación de injusticia ni despojo. Sólo de pérdida, en una noche que, como paradoja del destino, tenía una medialuna dibujada en el cielo, como para despedirse como corresponde de Turquía. Con pena, pero sin amargura.