La película más célebre sobre Turquía es “Expreso de medianoche”, que marcó los primeros pasos de Oliver Stone en el cine, con su carga de conspiración y truculencia que marcaría toda su filmografía, aunque acá sólo es responsable del guión. Dirigía Alan Parker y el protagonista era Brad Davis, pero el que pasaría a la historia sin que casi nadie sepa cómo se llama es Giorgio Moroder, que compuso una inolvidable banda sonora.
La película está basada en un hecho real. Billy Hayes, un joven norteamericano, fue detenido en el aeropuerto de Estambul con un cargamento de drogas atado a la cintura. Lo condenaron a 30 años, lo vejaron en la prisión y, tras huir a Grecia, fue deportado a los Estados Unidos donde escribió una novela contando la historia que lo forró en plata, más de la que habría ganado con el contrabando que llevaba.
Ambientada en una cárcel –el universo cerrado y clausurado que tanto obsesiona a los críticos de cine- la cinta era asfixiante, deprimente y violentamente sádica, sin que el final significara redención alguna para el protagonista. Fue, por años, la única visión que tuvimos de Turquía y, por ende, la sola mención de Estambul atemorizaba.
La “Pasión turca” vino dos décadas después y también es inolvidable. Ana Belén, en el rol más destapado de toda su carrera –lo que era mucho para uno, que la había visto dos semanas antes sentada en la mesita de don Raúl Matas- es una mujer española que viaja con su marido y una pareja de amigos a Estambul. Allí, en el primer tour a Santa Sofía, el chofer turco de su bus se le arrima (literalmente) desatando toda la pasión reprimida.
Después de unas vacaciones inolvidables, ella (¡se llamaba Desideria en la película!) vuelve a España, decide dejarlo todo, parte a reencontrarse con el turco –que vivía en una casa con muchas alfombras en la muralla, recuerdo- para comprender que la cosa no era coser y cantar, porque el señor es machista, celoso, posesivo y algo cruel. Tanto que termina añorando al ñoño de su marido, en una moraleja final en contra de la infidelidad y sus riesgos.
Dirigió Vicente Aranda, que se esmeró en las escenas eróticas, basado en una novela de Antonio Gala. Siempre se dijo que era la historia real de una mujer de Jaén, pero el autor lo negó, quizás para proteger a los inocentes. Decir que de esta película me acuerdo de los paisajes o el paseo por el Gran Bazar sería una gran mentira. Después del guardia turco que se me aparecía en la mente cada vez que alguien mencionaba Turquía, a partir de entonces sólo recordaba a Ana Belén en el bus de turismo cediendo a los encantos del guía.
Eso hasta ahora, que dejé de pasarme películas. La realidad es más linda, más amplia, más íntegra. Pero igual busco a Ana, en cualquier mercado, mezquita o casa con alfombras en las paredes. Para rescatarla, digo.