Hay dos momentos claves en la historia postrera del siglo XX que ligan al deporte y a la política.
La primera es en 1990, cuando Alemania gana el Mundial de Italia. Pocos meses antes había caído el Muro de Berlín, y la reunificación de los germanos se veía compleja y difícil. El triunfo de los muchachos de Beckenbauer permitió que ese proceso se anticipara y lubricara las asperezas, logrando reunir en un solo festejo a un pueblo que vivió separado casi medio siglo.
El segundo es el título mundial de rugby conseguido por Sudáfrica en 1995. Una batalla personal de Nelson Mandela que apostó todas las fichas de la reconciliación de su nación a ese equipo histórico, donde blancos y negros debían cohabitar en la pasión que abriría el paso a la postulación para organizar el Mundial del 2010, el primero que se jugaría en territorio africano.
Ese sólo hecho debería bastar para que en un rato más, en la antesala del sorteo, los dirigentes dela FIFA, los entrenadores y futbolistas invitados, más los centenares de periodistas guardáramos un minuto de silencio en memoria del líder fallecido.
Pocas veces “la gran familia del fútbol” estuvo más reunida que ahora. En un predio de poco menos de ochenta hectáreas, habitualmente escenario de vacaciones familiares, ha congregado a tanta gente con intereses más similares. Acá toda la población flotante piensa en una sola cosa: el ordenamiento de los grupos, el cruce de los equipos, la fiesta mundialera.
No hay espacio para nada más y eso ha convertido Costa do Sauipe en una escenografía extraña, donde una carpa gigantesca se erigió sobre las dunas para acoger las ansiedades de 32 países.
Faltan apenas horas para saber la verdad y opiniones sobran. Desde los que quieren un grupo fácil hasta los que privilegian medirse con los más grandes de entrada. Seguramente, como todo en la vida, será un resultado matizado, sin extremos, que nos permitirá debatir un buen rato sin que nadie salga damnificado.
Es la esencia del deporte. Esa que Mandela intuyó tan bien: la argamasa de la unidad.