Me despiertan a las cuatro y media de la mañana en Estambul para contarme que ha muerto Tony Soprano. En rigor, James Gandolfini, el actor que le dio vida y que, seamos honestos, otro papel así no tuvo en su carrera, plagada de secundarios.
Tony Soprano fue la encarnación contemporánea de El Padrino y no tenía el perfil melancólico, tradicional ni contradictoriamente ético de Vito Corleone. Por lo pronto, nació, ganó su fama y singularizó su estilo porque tenía que ir al sicólogo para aguantar a su madre, convivir con su esposa y soportar a sus dos hijos. Eso además, claro, de conducir una organización criminal que no trepidaba en matar a sus enemigos.
A diferencia de su ilustre antecesor, su vida estaba marcada por las mujeres: madre, esposa, hija, sicóloga y pasiones paralelas. Eso sin contar que tenía su oficina en un club nocturno donde el decorado eran niñas bailando en la barra. Inseguro, rencoroso, perseguido, violento y a ratos muy poco inteligente, Soprano se adueñó del corazón de mucha gente porque fue la encarnación del tipo arrogante y poderoso, pero débil y carenciado en la intimidad. Un clásico italiano.
Tony sobrevivió al final de su serie. Cuando todo el mundo esperaba un final típico americano, donde la maldad paga y de manera cruel, el gordo comió con su familia y salió caminando por Nueva York para hacer mejor la digestión, lo que le pareció un final impropio a mucha gente que quería un baño de sangre y balas sobré su humanidad y toda su familia.
Habría sido injusto, porque Gandolfini logró algo impensado y que se agradece: poner de moda la estampa obesa. No hubo guatón en el mundo que se mirara al espejo y creyera ver algo del garbo de Tony y su arrasadora capacidad de conquista, para que luego los hechos le demostraran que el encanto no estaba en la pinta, sino en lo que verdaderamente atrae, que es el poder.
Son casi las cinco de la mañana en Estambul y si los deseos fueran concedidos quisiera encender la tele y ver una maratón de Los Soprano, aunque fuera en turco. Pero no, están repitiendo el triunfo de Italia contra Japón en la Copa Confederaciones: 4 a 3.
Porca miseria.